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Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

 

20 de noviembre de 2022
2Sam 5,1-3 | Sal 121,1-2.4-5 | Col 1,12-20

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 23,35-43

La solemnidad que celebramos, Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo, posee una belleza y profundad singulares. Además, nos es muy útil para profundizar en nuestro conocimiento y amor al Señor.

La realeza de Cristo posee un profundo arraigo en la historia y la esperanza de Israel, el pueblo de la primera alianza, y en toda la humanidad. El segundo libro de Samuel nos muestra la aclamación de David, rey de Israel, por parte del pueblo. La peculiaridad de este reinado es doble y permanente. La primera: se trata de un rey establecido por Dios que representa Su soberanía entre las demás naciones. La segunda: se trata de una realeza imperfecta: es una esperanza que apunta a un Rey Pastor según el corazón de Dios, como le dice el ángel Gabriel a la Santísima Virgen María, hija y madre de la esperanza del universo: vendrá otro Rey, que será «hijo de David, su padre y cuyo reino no tendrá fin» (Lc 1, 33).

Para comprender mejor y amar más el misterio de la realeza de Cristo, nos conviene seguir el camino de los santos quienes, mirando las realidades creadas, han sido capaces de elevarse, a través de ellas, a Su Creador, Dios. Porque esta solemnidad nos habla de la primacía de Jesucristo «porque en Él Dios quiso que residiera toda la plenitud, reconciliando en Él todas las cosas» como nos enseña San Pablo en la carta a los Colosenses que leemos hoy como segunda lectura. Elevémenos pues, con la ayuda de la gracia desde la realeza temporal hacia la eterna considerando, en primer lugar, ¿qué significa ser rey?; en segundo, ¿cómo se diferencia la realeza del mundo con la realeza de Cristo? y, finalmente, contemplando la realeza del Señor y la conversión de nuestro corazón. Cuando pensamos en un rey, una reina o la realeza en general, se suscitan en nosotros distintos sentimientos.

Para algunos, la figura real apela un anhelo muy profundo de orden y jerarquía, belleza y respeto: una especie de sacramento de la presencia de Dios en el mundo. Esta vivencia rescata la dimensión positiva del rey: soberanía y servicio, una historia y una tradición que vinculan a quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad con un poder dado por Dios mismo en orden al bien común. Para otros, la figura real expresa una institución más bien lejana e, incluso, anacrónica: habla de un poder absoluto, es decir, no sujeto a Dios ni al bien de los pueblos, que fácilmente puede ocuparse para obtener privilegios personales en desmedro de los demás, especialmente, los más humildes. Esta vivencia rescata la dimensión negativa del rey: despotismo e injusticia, boato y egoísmo. Ambas vivencias se justifican porque nuestras experiencias sobre la figura del rey descansan en reyes, reinas e instituciones monárquicas humanas: algunas excelentes en la historia, como el caso de San Luis Rey o San Fernando, rey de España; otras no tan buenas o, incluso, perjudiciales.

Israel mismo experimentó en sus reyes más destacados, Saúl y David, esta ambigüedad propia de la creatura que refleja opacamente el misterio de Dios. Sin embargo, es ésta realidad la que Nuestro Señor Jesucristo quiso adoptar para dar a atender su ser y su misión en el mundo: «Tú lo dices, en verdad, soy rey, para esto nací y para esto vine al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37) y «mi reinado no es de este mundo» (Jn 18,36). Ambas declaraciones han sido hechas en el momento solemne de Su juicio sobre el mundo, el pecado y la muerte realizados frente a Pilatos. ¿Qué es ser rey, o autoridad humana, según los hombres? Participar ministerial y personalmente de la potestad de Dios para servir y llevar a Dios al pueblo que se le ha encomendado. Como es participación humana, es libre y puede ser virtuosa o viciosa; excelente o pésima, según cumpla o no el fin para la que fue creada.

¿Cómo se diferencia la realeza de Cristo con esta realeza humana? El texto del evangelio lo muestra con claridad: Cristo reina desde el madero de la Cruz. Él no participa de soberanía humana alguna; su poder no viene de los hombres, viene de Dios, Su Padre, y de su unión sustancial con Él: es Su Hijo y Dios eterno como Él. Por eso, aquellos dos que sufren el tormento junto a Él nos ayudan a precisar su realeza: el primero, en su cínica desesperación, apela a la realeza mundana: «sálvate a tí mismo y sálvanos a nosotros». Si eres el Mesías, si de verdad tienes poder sobre los cielos y la tierra, demuéstralo con evidencia inconfutable: triunfa ya, aquí y ahora; líbrame de mi dolor, enfermedad, angustia y opresión en este momento; haz desaparecer ya la pobreza, la injusticia y el odio: sálvate a tí mismo del olvido y la irrelevancia y, a nosotros, de la incredulidad y la tristeza.

El segundo, lleno de humilde fe, seguramente sostenido por mirada de la Madre dolorosa, reprende al primero apelando a su sentido de justicia y, luego, se dirige a Cristo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»: tu inocencia es tu realeza; tu triunfas en el silencio, en el sacrificio, en el amor; tú eres, en verdad, crucificado, el Mesías, el Señor, el Rey de Israel, del cielo y de la tierra. No espero un triunfo mágico e injusto que me ahorre mi cuota de Cruz; una victoria sin mérito no lucha; no sigo a un Mesías poderoso en armas y caballos; no quiero nada sino sólo a Tí mismo: acuérdate de mí, pobre pecador, cuando llegues a tu reino.

Jesucristo hace uso de su potestad divina y, como un rayo de luz en la densa oscuridad del Calvario, decreta lleno de poder y autoridad: «te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». La realeza de Cristo es la fuente de toda potestad y autoridad en el cielo y en la tierra; su manifestación es el amor hasta el extremo; la obediencia hasta la muerte y muerte de Cruz; su finalidad: llevar a todos quienes se sometan por amor al Padre siguiendo Su ejemplo y movidos por Su Espíritu a la felicidad eterna del cielo y así ser recordados por Dios, es decir, vivir para siempre con Él en el corazón de la divinidad.

Contemplando la realeza e Cristo saquemos provecho para nuestra vida espiritual y social. La realeza de Cristo es verdadera y propia: fundamento de toda autoridad y gobierno, se exprese del modo que se exprese. Por ello, en Cristo, hemos de amar y obedecer a quienes nos gobiernan legítimamente y con justicia, rezar por ellos y hacerlo, convirtiéndonos nosotros también en reyes y reinas de nosotros mismos, de nuestras pasiones y facultades, de nuestros pensamientos, palabras y acciones, instaurando todas las cosas en Cristo, según el hermoso lema papal de San Pío X y que inspira la liturgia de este domingo. Por eso, Cristo Rey legitima y virtuosamente inspira en nosotros deseos de servicio, de rendimiento, de obediencia, de orden de honor y de patria, sobre todo, de patria celestial. Pensemos en Santo Domingo y San Ignacio de Loyola, o en tantos otros santos, quienes, a través de la historia, han entregado su vida siguiendo el llamamiento del «rey eternal», incluso algunos sirviendo como reyes temporales: Santa Elena, Santa Isabel de Hungría. Pero la realeza de Cristo no es de este mundo. Su trono no es de oro, sino el madero de la Cruz; su mandato no es opresivo ni injusto, sino «llevadero y ligero» porque manda lo que ya, por nuestra naturaleza sanada y elevada por la gracia, somos capaces de realizar. No se expresa con evidencia en el aquí y ahora de la historia, sino en el misterio de la fe, muchas veces oscura; en la vida perseverante de oración y de caridad.

Pidamos a la Santísima Virgen, Reina y Madre de Misericordia, que eleve nuestro corazón a Jesucristo, rey de cielos y tierra y nos haga reconocer en Él a nuestro Señor y Salvador y seguir su camino real de abajamiento, humildad, obediencia y servicio, amando a todos para que, cuando retorne del Rey en Su gloria y lo que es figura se convierta en realidad, la caridad triunfe y encuentre fidelidad en la tierra; los que padecen hambre y sed sean sido saciados; los desnudos, vestidos; los presos, liberados; los peregrinos hayan llegado al hogar; los enfermos, visitados y confortados de modo que, como el Buen Ladrón oigamos de labios de nuestro amadísimo Rey y Señor su sentencia soberana, anhelada desde siempre por el corazón humilde y generoso: ¡Ven bendito de mi Padre, hoy estarás conmigo en el paraíso!

Fray Julio Söchting OP
Mendoza

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Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos». El motivo de la crucifixión se manifestaba patente en ese letrero colocado sobre su cabeza: Él es el Rey. Pero no un rey como el mundo esperaba. ¿Qué viene a nuestra mente cuando hablamos de un rey? Tal vez un trono en un gran palacio, una corona, riquezas, poder… ¿Vemos esto en ese relato? ¿Y si te digo que sí?

El palacio de este rey debe ser mucho más grande que el de otros, es el rey de todo lo que existe, por eso su palacio es toda la creación. Su trono lo mantiene con los brazos abiertos para recibir a todo el que pida encontrarse con Él, porque nuestro Rey reina desde un madero. Su riqueza es su amor por nosotros. Amor tan grande que decidió pagar la deuda de nuestra culpa, por sus heridas hemos sido sanados.

Los ladrones crucificados con él podían leer la inscripción que lo proclamaba rey. Uno de ellos no comprendió y se burlaba, pensando que era como los otros reyes de la tierra. El otro vio más allá y recibió un don que no se puede comprar con todas las riquezas del mundo.

Un ladrón fue el primero en entrar al Paraíso. Pidió compasión y el Rey le dio todo su reino. Este es el gran poder de nuestro Rey: su amor loco. Amor que lo trasciende todo, que lo supera todo, que lo penetra todo. Amor que persevera en cruz para recibir a todo el que llegue a su presencia. Amor de un corazón abierto que no se cansa de buscar a todos. Que no se cansa de buscarte.

Y tú, que estas leyendo esto ¿qué esperas para presentarte ante este Rey? ¿Crees que no tienes la suficiente dignidad para hacerlo? Recuerda que un ladrón fue el primero en ganar el reino. ¿Crees que cargas demasiados pecados, demasiadas culpas, demasiados arrepentimientos? El rey ya pagó tu deuda. ¿Crees que no hay lugar para ti? Su corazón ha sido abierto para que seas tú quien entre. ¿Crees que eres demasiado pequeño, demasiado pequeña para acercarte a Dios? Dios mismo ha bajado a buscarte.

Acércate con confianza al Rey que te espera, que te busca, que te ama.

Fray Cristian Yturre OP
Córdoba

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