14 de junio de 2020
Dt 8, 2-3. 14b-16a | Sal 147, 12-15.19-20 | 1Cor 10, 16-18
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 6, 51-58
Queridos hermanos: al mismo tiempo que nos alegra la llegada de la fiesta del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nos entristece que no gozaremos de la acostumbrada procesión con el Santísimo Sacramento por las calles de nuestra ciudad. Procuremos, pues, ya que no podemos tributar al augusto sacramento el homenaje externo darle al menos el homenaje del afecto interior.
Traigamos a la memoria las procesiones de Corpus del pasado. En ellas precede la custodia con el cuerpo de Cristo. No se lleva en procesión el cáliz con la sangre, aunque la fiesta es del cuerpo y la sangre de Cristo. Además de las razones obvias de riesgo que supondría llevar la sangre, hay en realidad una razón más profunda de por qué no se hace tal cosa. Y es que donde está el cuerpo de Cristo está también su sangre. Se trata de una presencia concomitante, es decir “junto a/con”: la sangre está junto al cuerpo. ¿Y por qué? la respuesta en tan sencilla como iluminadora: puesto que Cristo está realmente unido. El cuerpo de Cristo resucitado está unido, no por aquí su cuerpo y por allí su sangre. De tal manera que si tenemos su cuerpo aquí, ahí mismo está también su sangre. Cristo no está dividido, sino por su resurrección todo unido. Y la Eucaristía es ese cuerpo y sangre de Cristo ya resucitado. A veces perdemos de vista la llana realidad que significan las palabras “esto es mi cuerpo”, “este es cáliz de mi sangre”. Si se hubiese celebrado una misa, por ejemplo, inmediatamente después de que Jesús fue bajado de la cruz, entonces sí tendríamos la sangre separada del cuerpo, aquella sangre que estaba todavía fresca en la cruz del calvario y en las vendas con que el cuerpo era envuelto. Esta es la razón por la cual la Iglesia acostumbra dar a los fieles la comunión sólo bajo la especie pan. Quien comulga sólo con la especie de pan, recibe por concomitancia también la sangre, el alma y la divinidad de Jesucristo.
Pero entonces, ¿por qué estableció el Señor dos especies y no solo una? Porque en la especie de pan está el cuerpo y la especie de vino, la sangre. El pan que ofrecemos se consagra en cuerpo, no en sangre, y el vino es consagrado en sangre, no en cuerpo. A este cambio que opera la consagración de pan en cuerpo y vino en sangre, la Iglesia lo llama, con toda propiedad, transubstanciación. Es decir, no es un cambio de apariencias, ni mental, ni de significado, ni metafórico, sino que cambia lo que es la cosa: primero es pan, luego es cuerpo de Cristo.
De aquí que el Santísimo Sacramento recibe culto de adoración como lo recibe el mismo cuerpo de Cristo resucitado. Ante él nos arrodillamos para mostrar en nuestro cuerpo la reverencia de nuestra alma. Con el cuerpo y la sangre está toda su humanidad: su ciencia, sus virtudes (como su humildad y misericordia) y la gracia de Dios que él posee en toda plenitud y que como Cabeza derrama sobre todo su cuerpo que es la Iglesia. Además, unida a la humanidad de Cristo está su divinidad y en ella están el Padre y el Espíritu, cada persona divina está en la otra: El Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre y el Espíritu en ambos y ambos en el Espíritu.
Este es el tesoro de nuestra fe que a nadie es lícito manchar ni menospreciar, sino que es deber de todos custodiar incluso hasta la muerte. El cuerpo y la sangre de Cristo son nuestro alimento del alma. Necesitamos la comunión de ellos. Pero ¿con qué frecuencia? La Iglesia regula esto en cuatro instancias graduales. En primer lugar, la Iglesia obliga a todos a comulgar una vez al año en tiempo pascual (se trata del mínimo para evitar la muerte por inanición espiritual) 1. En segundo lugar, la Iglesia fomenta la comunión frecuente de los fieles (porque muchos pueden esto) 2. En tercer lugar, la Iglesia acepta que la frecuencia de la comunión sea incluso diaria (ya que se trata de algo más exigente que muchos no pueden) siempre y cuando no se haga por mera costumbre (es decir automatismo), respeto humano o vanagloria 3. En último lugar, la Iglesia restringe la comunión en un mismo día a un máximo de dos veces (ya que tal cosa parece más bien un exceso de parte del hombre y no sería posible hacerlo bien sino a poquísimos) 4.
Ya puedo imaginar lo que tal vez alguno estará pensando: “¿para qué nos habla de la comunión si estamos privados de ella?” Es verdad que es dolorosa la ausencia. Pero podemos aprovecharla haciendo que se acreciente nuestro deseo de recibirla. Cuando el don se demora, aumenta el deseo y junto con el deseo el amor se purifica. Que este tiempo, en que muchos fieles se ven privados de la comunión frecuente, haga crecer en todos el deseo de recibirlo con mayor fe y devoción.
Fray Álvaro María Scheidl OP
San Miguel de Tucumán, Argentina
1. CIC 920 § 1. Todo fiel, después de la primera comunión, esta obligado a comulgar por lo menos una vez al año.
§ 2. Este precepto debe cumplirse durante el tiempo pascual, a no ser que por causa justa se cumpla en otro tiempo dentro del año.
2. “No juzguen los fieles suficiente recibir el Cuerpo del Señor una vez al año solamente; consideren que la Comunión debería ser más frecuente”. Catecismo tridentino.
3. “Sacra Tridentina Synodus” (20 de diciembre de 1905).
4. CIC 917 Quien ya ha recibido la santísima Eucaristía, puede recibirla otra vez el mismo día solamente dentro de la celebración eucarística en la que participe.
Una respuesta
Muy bueno.