20 de diciembre de 2020
2Sam 7, 1-5.8b-12.14a.16 | Sal 88, 2-3.4-5.27.29 | Rm 16, 25-27
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 1, 26-38
Querido hermano:
En culminación del Adviento, la liturgia nos invita a contemplar de modo especial a la Virgen María y a san José, quienes vivieron de manera única e intensa el tiempo de la espera, el tiempo de la preparación del nacimiento de Jesús. En este año de san José, dirijamos juntos nuestra mirada a su gran figura. En el evangelio san Lucas presenta a la Virgen María como «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David» (Lc 1, 27). Y el evangelista san Mateo subraya que, a través de san José, el Niño resulta ser legalmente insertado en la descendencia davídica y así da cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como «hijo de David».
Desde ya, no podemos reducir la función de san José a este aspecto legal. San José es el modelo del hombre «justo”, como nos dice san Mateo. Es el hombre que en perfecta armonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y custodia su crecimiento humano. Por ello, en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno realizar un diálogo espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe.
Entre los muchos aspectos que podríamos meditar acerca de la gran figura de San José, uno resalta de manera admirable: su silencio. El silencio de San José está impregnado de la contemplación del misterio de Dios, en una actitud de total disponibilidad a la voluntad divina. El silencio de san José, lejos de ser un un vacío interior, es la plenitud de la fe, de aquella fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos. Un silencio gracias al cual san José, armónicamente con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, comparándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio que se entreteje con una oración constante, con una oración de bendición al Señor, de adoración de su santísima voluntad y de una confianza –sin reserva alguna– en su providencia.
No temamos exagerar si pensamos que, ciertamente de su «padre» José, Jesús aprendió, en el plano humano, la fuerte interioridad que es presupuesto de la auténtica justicia, la «justicia que viene de lo Alto», que un día Jesús enseñará a sus discípulos. Dejemos que el silencio de san José irrumpa en nuestro ser. ¡Cuánta falta nos hace! ¡Vivimos en un mundo demasiado ruidoso! Un mundo que no favorece el recogimiento y la escucha de la voz de Dios.
No podemos dejar de lado la castidad de San José. La narración de San Lucas que nos ofrece la liturgia de este domingo es un pasaje delicadísimo. San Lucas nos presenta repentinamente las cosas ya realizadas: una virgen comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, el anuncio del ángel que va a ser la Madre del Mesías. La respuesta de María: “¿Cómo puede ser eso, si yo no conozco ningún hombre?” Y a ella el ángel manifiesta la acción divina, la realización de la profecía de Isaías al rey Acaz: “El Señor mismo les dará una señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (7, 14). La virgen acepta el plan divino. Y su consentimiento es un poema de alabanza a San José, ya que supone que los dos habían hecho juramento de castidad.
San José había aceptado casarse con María y vivir con ella como hermanos. María tenía plena confianza en la fidelidad de San José. El Espíritu Santo había inspirado en San José y María una actitud insólita en las costumbres de Israel. El matrimonio virginal de ambos fue un matrimonio válido y sin fingimiento porque lo que constituye al sacramento del matrimonio es propiamente el consentimiento de la voluntad ante el sacerdote.
San José es ejemplo de una de las virtudes que más necesitamos en nuestros tiempos. No solo frente al mundo sino también en la Iglesia misma. La figura de San José nos invita a re-descubrir y re-valorizar la castidad de la Iglesia Santa. La castidad en pocas palabras significa el dominio del hombre sobre los propios apetitos en orden al Bien, la Verdad y la Belleza. La castidad que es el respeto a la propia dignidad –ser hijos de Dios en el Hijo– y respeto al honor de toda la creación –redimida por Cristo–. La castidad también es el decoro delante de Dios y delante de los hombres. Abandonada la virtud, acarrea consecuencias de toda clase, terribles castigos; y nuestro mundo lo sabe perfectamente porque a un especial desenfreno de “impureza”, somos testigos de plagas, desórdenes y catástrofes. Conviene preguntarnos si lo que nos toca vivir hoy no es consecuencia de haber sacrificado a los baales o a otros ídolos y no al Dios verdadero haciendo impuro lo que Dios con su propio Hijo purificó. Somos vasos del Espíritu Santo, Dios mora en nosotros, somos miembros de Cristo, por ello no ensuciemos nuestros cuerpos con torpezas, nos dice San Pablo.
En la oscuridad del sin sentido del mundo, San José y María esperan el nacimiento de Jesús. A prendamos de ellos el secreto del recogimiento y de la pureza íntegra de dos almas entregadas a Dios, para así gustar de la verdadera alegría de la Navidad –Luz que se eleva en lo alto y nos purifica. Preparémonos para acoger con fe al Redentor que viene a estar con nosotros, el Emmanuel, la Palabra de amor de Dios para toda la humanidad.
Fray Francisco M. Giuffrida OP
Mendoza, Argentina
Imagen: St Joseph with the Infant Jesus (San José con el Niño Jesús) | Fecha: 1620 | Artista: Guido Reni | Localización: Museo del Hermitage
Una respuesta
Qué bella homilia fray!
Bendecida Navidad!
Ven Señor a iluminar al mundo. Ven Señor, no tardes.