El Niño nacido en medio de la noche es el misterio final de la Redención. Todo lo demás; todas las purificaciones, las propias y las otras, aquellas que nos vienen de Dios, son sólo medios para llegar a descubrir esto: el Niño que se da es el misterio de la Recompensa. Es la expresión más cabal del amor de Dios a nosotros.
Estamos en un mundo muerto que nada puede darnos. Todas las cosas nos claman por vida. Dios nos creó y nos lo ha dado todo de tal manera, de tal manera lo ha puesto todo en nuestras manos, que se da El mismo a nosotros, para que nosotros lo recreemos, dándole lo único que a Dios podemos darle: Dios mismo.
Somos el único núcleo viviente en la tierra porque sólo nosotros tenemos espíritu. Ningún otro ser puede contener a Dios: ni los animales, ni las plantas y menos todavía los cielos materiales, porque no tienen alma. Por eso descansó el séptimo día después de crear al hombre, porque ya tenía lugar de reposo.
El Niño nos muestra la calidad del amor divino. No es dureza, por eso no se muestra tirano. No es juicio, por eso no se muestra como juez. No es soberanía, por eso no lo vemos como rey que se impone. Es una cosa blanda, tan suave, tan entregada a nosotros como un niño. Así se dará Dios a nosotros en el cielo, para que lo abracemos. Como el niño se adapta al regazo de su madre, así se dará Dios a nosotros.
Tenemos que llegar, por las virtudes y las purificaciones, a ser nuevos en el seno de Dios. Correr distancias como los Reyes, sin trazar moldes ni caminos, que Dios tiene sendas distintas para cada alma; lo único que tenemos que cuidar cada día es el deseo de perfección. «He venido porque eres varón de deseos», dijo el ángel a Daniel. Labrar cada día como una joya a nuestra única, que tiene que engarzarse en la Jerusalén celestial como una piedra preciosa.
Cada día que amanece es la inmensa oportunidad de ser mejores.
No basta encontrar a Dios en la Cruz y en la Resurrección. Tenemos que descubrirlo en el Pesebre, en ese Dios necesitado de nosotros, entregado a nosotros como un niño pequeño. No temamos a Dios, es El quien nos llama. Si hay tan pocas almas que amen a Dios es porque se lo conoce como Creador, y no como Mendigo. Está en mi puerta y me pide le devuelva la honra. Está como ese niño abandonado en un umbral, sin nombre, esperando que lo levante y lo nutra. Así está Dios. No lo temamos.
No hay que escalar nada para encontrarlo, sino rendirse a ese amor que se da en silencio, dándonos todos sus poderes para que nosotros, hechos divinos, nos demos a El y le devolvamos su gloria.
Dice San Juan que no se puede amar a Dios por sí mismo, sin amarlo en el hermano.
Hasta hoy no pude comprender esto, pues me decía: ¿Cómo no amar a Dios en Sí mismo, si es la cumbre de las aspiraciones de nuestra alma? Pero ahora comprendo: Dios invisible es algo nuestro, creado por nosotros a nuestra manera, con nuestra mentalidad humana, por eso es tan fácil errar y se ha errado tanto en esta concepción. Pero Dios es real y viviente y tenemos que encontrarlo en su trono que son las almas. Todo lo demás es espuma, decoración.
¡Cómo amará Dios las almas que ha creado todas estas maravillas para ellas! ¡Cómo las ama, con ese amor palpitante que es capaz de hundirse en el abismo y en la muerte para rescatarlas! Aunque estén en el lodo, allí las buscará; Dios es amor. No es un frío orden del universo, sino Amor, Sabiduría que sabe darse. Por eso, para enseñarnos eso, se hizo Niño.
Ved esos Magos que corren a ver al Mesías. ¡Qué desilusión hubieran tenido si no hubieran vivido de fe, al encontrar ese Chicuelo en la paja! Si buscamos en nuestro hermano el brillo, mil veces se nos escapará el Niño, porque El no brilla, está en un pesebre. Está como un niño necesitado en ese jugador de fútbol, en esa mujer que se cubre de lodo, en esa otra que nos parece poco inteligente. Porque toda alma es grande y nos necesita como un niño. ¡Qué maravilla encontrar a Dios como un gemido en las entrañas del hermano! Y cuanto más hundido está, más gime. ¡Cómo debemos sonreír, y cómo debemos mirar para levantar! Nadie se resistirá si encuentra en nosotros esa dádiva de Dios.
¡Cómo está la humanidad! El hombre desconoce su grandeza, pisotea sus prerrogativas. Está tan embotado, que no sabe lo que hace. ¡El hombre y la mujer ya no son hombre y mujer! ¡Cuánta carne entremezclada y descompuesta!
El hombre es soberano de todas las cosas. Todas fueron creadas para él, y debe usarlas como soberano y como dueño, jamás como mendigo, ya que ellas nada pueden darle.
Un gran vigor-longanimidad, que tanto falta en estos días. Los santos atravesaban por pruebas tensas, prolongadísimas, sin desfallecer, manteniéndose íntegros, serenos. Cuando el agua llegue hasta el cuello, que no cubra la cabeza. Mantener la paz.
Olvido de sí mismo. Los Reyes eran reyes y olvidaron sus reinos para correr por el desierto, al Pesebre. Si soy susceptible es que todavía soy esclavo.
Mirar cada día con simplicidad a Dios y ver lo que quiere de nosotros. Ser una pupila límpida, potente.
Fray Mario José Petit de Murat OP
1952