Domingo V
6 de febrero de 2022
Is 6,1-2a.3-8 | Sal 137, 1-2a.2bc-3.4-5.7c-8 | 1Co 15,1-11
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 5,1-11
Hace un tiempo los obispos argentinos publicaron un documento que llevaba este nombre y con el cual trazaban las líneas pastorales para dar impulso a la Nueva Evangelización. El pedido de Jesús a Simón lleva el sello de la confianza en Dios, la esperanza puesta en Su palabra; por eso el documento destacaba que: «Un auténtico espíritu de esperanza implica esfuerzo firme y creativo. No es lamento, sino fortaleza que no se deja vencer; no es pesimismo, sino confianza generosa; no es pasividad, sino compromiso lleno de magnanimidad y de pasión por el bien (Rom 12, 9)» (Navega Mar adentro, 8).
En este domingo, la liturgia de la Palabra nos muestra actitudes y gestos que bien pueden emplearse para ilustrar el auténtico espíritu de esperanza al que hacíamos referencia más arriba. Tanto Isaías como Simón Pedro, al ver los prodigios de Dios pronuncian palabras y realizan actos propios de quien se sabe débil y pequeño a los ojos del Señor, pero fortalecido por la misma gloria del Señor que eleva y que salva.
«Yo dije: «¡Ay de mí, estoy perdido! Porque soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros; ¡y mis ojos han visto al Rey, el Señor de los ejércitos!»» (Is 6, 5). La conciencia de la propia indignidad frente a la grandeza de Dios se combina drásticamente en la expresión de la impureza de los labios y la visión del Rey.
¿Cuántas veces hemos empleado nuestros labios, el don de la palabra, de manera impropia, impura, con falta de caridad? No son solo esas “malas palabras” sino la motivación interior que perjudica y ofende a los hermanos. ¿Cuántas veces hablamos sin realizar un verdadero discernimiento de lo que es preciso decir? Y en este sentido, ¿Cuánto espacio otorgamos al silencio, aquel que no crea incomodidad, sino al que es capaz de edificar en nuestro interior un lenguaje de auténtica caridad?
Es ese silencio sagrado que permite escuchar la voz de Dios, como lo hizo el profeta al ser purificado con el gesto de la brasa que tocó sus labios. Esa braza es la imagen de los ardores que muchas veces nos alientan a precipitar nuestras palabras sin discernimiento. Solo después de la purificación Isaías fue hecho apto para oír al Señor: «»¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?»». Y entonces pudo dar una respuesta llena de magnanimidad y pasión por el bien: «»¡Aquí estoy: envíame!»» (Is 6, 8).
Algo parecido le sucede a Simón Pedro, después de predicar Jesús le hace un pedido, su intención nunca es arrancar una confesión o entrega forzada. El, «dijo a Simón: «Navega mar adentro, y echen las redes»» (Lc 5, 4). La confianza en las palabras de Jesús está atestiguada por sus propias palabras, «pero si tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5, 5); otra vez, la palabra se presenta como confirmación de una experiencia interior, porque no es lamentación ante la escasez de la pesca o de la pérdida del tiempo empleado en el trabajo, sino que es fortaleza que proviene de una convicción: «pero si tú lo dices, echaré las redes».
En la actitud y las palabras de Pedro vemos claramente una precedencia de la palabra de Dios, manda a callar su propia voz humana, débil, desconfiada y muchas veces irreverente. Lo que sigue en el relato es muestra la eficacia y grandeza de la palara de Jesús, la abundancia de la pesca es una confirmación de la dádiva divina que siempre es más generosa que nuestra respuesta. Ante la inmensidad de la desproporción, «Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador»» (Lc 5, 8).
Dice San Gregorio Niceno: «La palabra del divino Verbo siempre es la palabra del poder, a cuyo mandato habían nacido la luz y todas las demás criaturas en el principio del mundo» (Catena Aurea); y por eso el temor se apoderó de Pedro y de todos los que estaban con él. Se admiran y temen ya no servilmente, sino con todo honor, siendo conscientes del propio pecado pero reconociendo la grandeza de Dios. También nosotros debemos repetir las palabras del apóstol Pedro: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador»; y el Señor, lleno de misericordia nos dirá: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres» (Lc 5, 10).
Después de aquel suceso lo dejaron todo y lo siguieron; así debemos comportarnos nosotros al escuchar la llamada de Jesús, aquella palabra que salen de sus labios y que hace nuevas todas las cosas. Y lo que quiere hacer nueva es nuestra propia vida, por eso el salmista exclama, y con él nosotros: «Me respondiste cada vez que te invoqué y aumentaste la fuerza de mi alma» (Sal 137, 3). Todo lo hemos recibido de Dios, reconocer su grandeza y misericordia es ya una forma de disponernos para la obra que Dios desea realizar en nosotros.
El profeta Isaías y el apóstol Pedro son el testimonio de esa obra de Dios, sus vidas son enteramente recuperadas y restablecidas en el orden de la gracia. A uno procura la purificación de los labios y con ese gesto hace nueva la vida del profeta, una vida entregada al anuncio de las palabras del Señor, no ya las débiles palabras humanas sino las que por mediación humana son palabras de vida eterna. A Simón Pedro, Jesús invita a realizar un acto de fe, de confianza en sus palabras. El gesto exterior de navegar mar adentro y echar las redes es también un acto de introspección, para sumergirse en el mar de la propia interioridad. Y es allí, en lo más profundo, donde Pedro puede reconocer que es un pecador y que esa vida de pecado es la que lo aleja de Dios. La principal “pesca” es, en verdad, la del corazón de Pedro. Cristo es el gran “pescador de hombres” y desea compartir esa tarea con Pedro y con los demás apóstoles.
Pidamos al Señor Jesús hacer caso a sus palabras, navegar mar adentro sin temor y echar las redes con confianza, sabiendo que es Él quien lleva adelante la pesca de los hombres en medio del mar de este mundo que fue formado por su Palabra creadora. Hagamos nuestras las palabras del Salmo: «El Señor lo hará todo por mí. Tu amor es eterno, Señor, ¡no abandones la obra de tus manos!» (137, 3).
Fray Gustavo Sanches Gómez OP
Mar del Plata