cruz

La paz que promete el Señor Jesús se alcanza a través de su Cruz y del combate de la Fe

Domingo XXI Tiempo Ordinario
25 de agosto de 2019
Is 66,18-21; Sal 116; Hb 12, 5-7. 11-13; Lc 13,22-30

Fray Eduardo J. Rosaz
Buenos Aires, Argentina

“Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna” (1 Tm 6, 12)
El Señor Jesús aparece hoy “caminando un camino hacia Jerusalén” (Lc 13, 22), la “Montaña santa” hacia la que se dirigen los nuevos pueblos llamados por Dios (cf. Is 66, 20). Pero esta Ciudad también es la que mata a sus profetas (cf. Lc 13, 34). Dentro de sus muros, en el Templo, el anciano Simeón había profetizado que Jesús sería “signo de contradicción”, revelando las intenciones de muchos corazones (Lc 2, 34-35).
Nuestro Señor se dirigía hacia ella anhelando cruzar sus umbrales (cf. Sal 121, 2), esperando con ansia su bautismo (cf. Lc 12, 30) y por eso pronto advertiría a sus discípulos: “Miren que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron para el Hijo del hombre; pues será entregado a los gentiles, y será objeto de burlas, insultado y escupido; y después de azotarle le matarán, y al tercer día resucitará” (Lc 18, 31-33).
Jesús no sube a la Ciudad Santa, donde sabe que deberá sufrir laPasión y la Cruz, por una temeridad o inconciencia reprochable. Lo hace por la profundidad de su amor. Para poder llamarnos amigos, da su vida por nosotros. Y con todo esto nos deja un ejemplo, para que sigamos sus huellas (cf. 1 Pe 2, 21).
Por esta razón, somos exhortados (ante una pregunta que no parece muy bien formulada, y que Cristo no responde directamente): “Luchad para entrar por la puerta estrecha” (Lc 13, 24).
Somos llamados a un combate, a un certamen que impone sus renuncias al que en él participa (cf. 1 Cor 9, 25). Ahora bien, hay que llegar a la meta, hay que conservar la fe (cf. 2 Tm 4, 7).
Por eso, no se trata de una lucha discontinuada, sino que estamos llamados a vivir en alerta permanente, sabiendo que en el mundo tendremos tribulación y sufrimiento (cf. Jn 16, 33).
Pero, ¿y la paz? ¿San Pablo no nos decía que Cristo “es nuestra paz” (Ef 2, 14)? ¿No es acaso Jesús el ansiado “Príncipe de paz” (Is 9,5), como cantamos en Navidad siguiendo al Profeta? ¿No fue anunciada por los ángeles en Belén, para los hombres en quienes Dios se complace? Pidamos la respuesta al mismo Cristo. Él nos dice: “Os he dicho estas cosas para
que tengáis paz en mí” (Jn 16, 33). ¡Cuántas veces la buscamos en falsos dioses! ¡Cuánto tiempo perdido, intentando asentar la reconciliación en motivos puramente humanos! Por eso, en el momento supremo de su entrega, nos dice: “Os doy mi paz, no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).
Escuchemos nuevamente: “luchad para entrar por la puerta estrecha”. Pero, hermanos, ¿quién nos mostrará cómo combatir? Tengamos “fijos los ojos en Jesús” y veamos. Él “en lugardel gozo que se le proponía, soportó la cruz” (Hb 12, 2). Antes de su Pasión, el Señor vivió su propia agonía en el monte de los Olivos (cf. Lc 22, 44), en la cual salió victoriosa la obediencia
a la voluntad del Padre.
Querido hermano, hoy necesitamos tener una renovada virilidad santa para el combate cristiano. Es la fortaleza de los mártires, que “no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Ap12, 11). Es la fortaleza de los que proclaman la Fe sin miedo a perder la estima, el aprecio, las comodidades de este mundo, sino que entregan su vida a la Verdad, cueste lo que cueste.
Es la fortaleza de las vírgenes, que hacen la oblación de su cuerpo para el Esposo que las llama a sí. Es la fortaleza delos casados, que se oponen a los valores imperantes, viviendo en la fidelidad a Dios y en el amor mutuo para siempre. Es la de todos los que trabajan con temor y temblor por su salvación, sabiendo que es Dios quien realiza en nosotros el querer y el obrar (cf. Flp 2, 12-13).
Santa Madre de Dios, que has permanecido de pie ante la Cruz, escucha nuestra súplica. Los pecados acechan a los hijos del exilio, a los hijos de Eva y flaqueamos en nuestro duro combate. María, refugio de los pecadores, intercede ante la Trinidad. Necesitamos su Gracia, sin la cual nada hay de bueno ni de bello en el hombre. Reina de la Paz, preséntanos ante tu Hijo. Que él reconozca nuestras luchas fallidas, nos cure y nos dé el don de vivir para siempre contemplándolo, por eternidad de eternidades. Amén.

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