Domingo XVIII
1 de agosto de 2021
Ex 16, 2-4.12-15 | Sal 77, 3.4bc.23-24.25.54 | Ef 4, 17.20-24
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 6, 24-35
Muchas cosas buenas podemos hacer y de hecho las hacemos, pero sin duda hay alguna de esas obras que es la mejor, la superior, la más valiosa de todas. Cada uno quisiéramos hacer una obra que valga por todas y que acredite, esa sola obra, el valor de todas las otras que hacemos o al menos tenemos el propósito de hacer. ¿Bueno, pero existe esa posibilidad de que nosotros hagamos una obra así, que sea realmente tan meritoria ante Dios y ante los hombres que con ella sola llenemos todos los méritos que nosotros queremos acumular para la vida presente y para la eternidad?
Sí hermano, amigo, es posible, porque Dios lo ha permitido y Jesús nos lo ha revelado explícitamente. Esa obra es creerle a Jesús. Creer lo que él nos enseña y dice y seguirá diciendo y enseñando. Ojalá nosotros seamos conscientes de esto y nos demos cuenta a tiempo y lo pongamos por obra en esta vida: es creerle a Jesús y no dudar nunca de ninguna de sus palabras.
Jesús mismo les reprocha también en esta misma ocasión, el que reciban de él pan hasta saciarse, pero que no vean los signos que Dios mismo hace con ellos al saciarlos (Cf. Jn 6, 26). O sea, que aún recibiendo todos los bienes materiales necesarios para nuestra vida cotidianamente, seguimos pidiendo más, pero nunca reparamos en los signos que Dios nos da por medio de ellos, es decir, cómo Dios nos habla por medio esos signos. Es la única manera en que seremos capaces de comprender el inmenso amor que Dios nos quiere manifestar por medios de todas las cosas que nos da. Y si somos capaces de percibir ese lenguaje significativo de Dios, vamos entonces a comprender, lo más grande que Dios nos quiere hacer comprender: que él mismo se va a dar también y no sólo nos va a dar cosas materiales y externas absolutamente necesarias para nuestra vida, sino que comprenderemos extasiados el que Dios mismo se done a nosotros. “No trabajen solo por el alimento perecedero sino por el alimento que permanece para la vida eterna” (Jn 6, 27). Pero ¿cuál es el alimento que permanece para la vida eterna y que no perece con nosotros, con nuestra muerte? “Es el que les dará el Hijo del hombre (Jesús), porque éste (Jesús) es a quién el Padre Dios ha marcado con su sello” (Jn 6, 27), que es el poder que Dios mismo le ha dado con el bautismo para hacer todos los signos o milagros.
Sin duda, no hay mayor milagro de Jesús que darnos su propio cuerpo y sangre. Para creer esto sí que se necesita fe en serio, o sea, fe sobrenatural, que va más allá que tengamos por buena fe o que realicemos esfuerzos humanos para creer. Necesitamos absolutamente de fe explícita que venga de Dios por medio del Espíritu Santo. De ahí que tan pocas personas crean en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Aún sacerdotes y hasta obispo hay que la ponen en duda. O sea, no le creen a la palabra de Jesús: el pan que les dará el Hijo del hombre, porque Él es el único que Dios ha marcado o sellado con su mismo sello, es decir la divinidad, que es la esencia del mismo Dios, y que él participa al Hijo y al Espíritu Santo. Este pan es divino porque ya había sido profetizado muchos siglos antes, cuando les enseñó en el Salmo 78, 24: “Les dio de comer Pan del cielo”. Este Pan de Dios ha bajado del cielo y que les dado el mismo Hijo del Hombre. Este Pan bajado del cielo es el que da la vida al mundo (Cf. Jn 6, 32-33).
Jesús hace grandes promesas al que come es Pan bajado del cielo: jamás tendrá hambre y jamás tendrá sed (cf. Jn 6 , 35), evidentemente, se trata de una sed y hambre espiritual, que será plenamente saciada con creerle a Él, a Jesús.
Fray Diego José Correa OP
Mendoza, Argentina
Imagen: Five Loaves And Two Fishes (Cinco panes y dos pescados) | Autor: Jeff Ward