Primer domingo de Cuaresma
6 de marzo de 2022
Dt 26,4-10 | Sal 90, 1-2. 10-11. 12-13. 14-15 | Rm 10,8-13
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 4,1-13
El Evangelio de este primer domingo cuaresmal nos invita a meditar las tentaciones que Jesús sufrió en el desierto. Se trata de una invitación a adentrarnos en nuestra batalla cuaresmal de conversión, muerte y resurrección a una vida nueva.
En las tres tentaciones que Cristo sufrió en el desierto podemos ver un reflejo de las tentaciones que nos asaltan a lo largo de la vida. En primer lugar, muchas veces sufrimos tentaciones en el orden de las cosas corporales, es decir, en la carne. Por ejemplo, cuando nos proponemos realizar un sacrificio para remediar nuestros pecados u ofrecer un ayuno como ocurre en estos días de cuaresma. Vemos que somos tentados con esa misma insinuación que el demonio propuso a nuestro Señor diciéndole que convierta las piedras en pan. Lo cual, nos da a entender que no es posible para nosotros ingresar o abrazar una vida penitente, como la que se nos propone en cuaresma, sin experimentar las molestias que de esa práctica se siguen. Porque al momento en que nos proponemos una vida de austeridad nos asaltan las tentaciones de no hacerlo y nos llenamos de temor. Pero Jesús nos enseña cómo responder a esas tentaciones diciendo: «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Lc 4,3-4).
Pero no sólo sufrimos tentaciones en el orden corporal. También en el orden espiritual somos tentados. El demonio intenta de nuevo contra Jesús otra de sus insinuaciones prometiendo darle todo el mundo si lo adora. Jesús, sencillamente, recuerda lo que está escrito diciendo que «al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás» (Lc 4,8). Con lo cual se nos enseña cómo vencer las tentaciones de avaricia, de egoísmo, de mezquindad. Solamente adhiriéndonos fuertemente a Dios, recordándonos una y otra vez que somos humildes servidores de Dios y que su servicio a Él, que el amor a Dios, se manifiesta en el amor a los hermanos.
En tercer lugar, también sufrimos otra tentación espiritual que tiene que ver con el orgullo, con la soberbia que anida secretamente en nuestros corazones. De allí que siempre prefiramos los triunfos, éxitos, aplausos y la ovaciones… De allí que el demonio le insinúe a Jesús «si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque está escrito: «El dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden». Y también: «Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra»» (Lc 4,9-11). Pero Jesús antes que la admiración que podría ocasionarle un milagro, porque seguramente los ángeles lo hubiesen asistido, prefiere el camino no de la soberbia sino de la humildad, no del triunfo sino de la humillación, no del aplauso sino del silencio.
Queridos hermanos, no podemos elegir sufrir o no tentaciones, nuestra naturaleza está herida y la herida nos punza y arrastra hacia la carne, la avaricia y el orgullo. En nuestra vida no podemos estar exentos de las tentaciones. De allí que nuestra santidad no consista en no tener tentaciones, sino en aprender a superarlas con la gracia de Dios. Por eso nos recuerda la Escritura «bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona» (Sant 1,12)
Hoy, entonces, Jesús nos enseña como vencer las tentaciones de cada día. No confiando en nosotros, sino poniendo todo nuestro cuidado en las manos de Dios. Así vemos que Jesús se desentendió absolutamente de la preocupación por su cuidado en lo que hace a su vida, a sus bienes y a su misión. Confiando todo eso en las manos de Dios Padre, a su divina Providencia.
Así debemos proceder en nuestras tentaciones. Tratando de no ser cautivados por el engaño que se nos presenta, sino reconfortándonos en la gracia que se nos ofrece para vencer cada tentación. Haciendo nuestra la oración del Salmista y diciéndole a Dios: «tú eres mi refugio y mi baluarte, en quien confío». Porque junto a ti no temeré «los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol» (Sal 91,2.5-6).
Fray Juan María Andrada OP