Domingo XXIII
4 de septiembre de 2022
Sb 9,13-18 | Sal 89,3-4.5-6.12-13.14-17 | Flm 1,9-10.12-17
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 14,25-33
El Evangelio de hoy nos hace pensar en las exigencias que comporta nuestra vocación cristiana. Muchas veces, o casi siempre, pensamos en nuestros derechos y beneficios por abrazar el seguimiento de Cristo. Seguir a Cristo, sin duda, trae muchísimos beneficios: estar con el Maestro, conocer los secretos de su Divino Corazón, partir el pan de la Eucaristía y de la Palabra con él, gozar de su protección y presencia, de sus sacramentos y un montón más de beneficios que nos vienen por el solo hecho de seguir a Cristo…
Pero podríamos preguntarnos o, mejor dicho, podríamos preguntarle a Cristo si por tantos derechos que tenemos al abrazar nuestra vocación cristiana tenemos, además, alguna obligación con él. Si por tantos beneficios que nos ha dado y que nos da (beneficios que a veces vienen revestidos de cruz), si por todos los beneficios que nos dispensa espera algo de nosotros. Y la respuesta es sí. Sí, Jesús está esperando algo de nosotros…
El Evangelio de hoy utiliza muchas figuras para decirnos qué espera el Salvador de cada uno de los cristianos. Pero podríamos resumir todo lo que nos enseña el Evangelio de hoy en tres palabras: Jesús espera amor… Jesús espera amor. Y como el Divino Mendigo de amor ya no sabe cómo decirlo, por eso, emplea figuras que pueden parecernos duras o difíciles: amarlo más a él que a nuestros padres, amar a Jesús más que a nuestros Hijos, amarlo más que a nuestro esposo o esposa… Y más aún: amarlo más que a nuestra propia vida. Son otras tantas expresiones que nos dice: «estoy sediento de amor». Con todas esas expresiones, solamente dice una cosa: espero amor, quiero amor, busco amor.
Hermanos míos, la fidelidad a Cristo exige primacía y preeminencia de Él en nuestra vida. San Benito solía decir: «no anteponer nada a Dios». Y ese debe ser el ideal que guíe nuestra vida: «no anteponer ningún amor al amor de Cristo». Darle a Él el primer lugar.
A veces, seguramente, nos tocarán renuncias dolorosas en el seno de nuestra familia. Pérdidas inesperadas, enojos que dificultan las relaciones, intereses egoístas, dificultades que parecen no desaparecer. Y otras tantas contradicciones que fácilmente, sin mucho esfuerzo, nos hacen poner nuestro corazón y amor solamente en Jesús y no en el esposo, la esposa, los hijos, los padres. Pero otras veces, cuando la familia vive la fe, cuando la familia está unida, cuando en ella reina el amor entre padres e hijos, entre los esposos y en estas circunstancias se impone una separación, una pérdida inesperada y sangra nuestro corazón y tal vez nace dentro nuestro el enojo, el reproche a Dios…, ahí uno descubre que Jesús, que el Divino Corazón, no ocupaba el primer lugar en nosotros… Lo ocupaban sus dones, las gracias que él nos había dado (un santo matrimonio, unos santos padres e hijos, etc.), todos los regalos que él nos había dado para que por medio de ellos lleguemos a Él. Pero que nos hemos apegados a ellos y no a Él.
Dios quiere nuestro corazón y lo quiere todo. En otras palabras, ser discípulo de Cristo es algo muy serio, así de serio como es tener que construir una casa teniendo en cuenta los gastos que ello implica. Así de serio como estar dispuesto a hacer guerra a un ejército de veinte mil hombres. Para hacer ambas cosas, queridos hermanos, hay que calcular muy bien los gastos y las fuerzas. Tener la sensatez de medir las propias fuerzas y los propios recursos. Así de seria es la vida del discípulo de Cristo, pero así de feliz es, y muy feliz, el corazón de aquel que se sabe amado por Aquel que hizo lo que nos pidió: Jesús. Porque Él fue el primero que nos amó más que a su propio padre y a su propia madre. Él fue el primero que tomó la cruz hasta renunciar a su propia vida. Y ahora, con lo que hoy nos enseña, solamente nos dice algo: amor…, mi amor por ti, se paga con amor.
Fray Juan María Andrada OP
San Miguel de Tucumán
Imagen: Cristo camino del Calvario | Autor: Tiziano | Fecha: 1560 | Ubicación: Museo del Prado