5 de julio de 2020
Za 9, 9-10 | Sal 144, 1-2.8-9.10-11.13cd-14 | Rm 8, 9.11-13
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según Mateo 11, 25-30
Las lecturas de hoy nos llevan a considerar a Jesús en su extrema humildad. En cuánto Hijo de Dios y consustancial con el Padre y el Espíritu Santo, nadie puede dudar de la divinidad de Jesús, por lo tanto en cuanto Dios no sólo no le corresponde ser humilde, sino todo lo contrario, manifestar su omnipotente poder, sabiduría y eternidad. De hecho Jesús tiene un buen número de manifestaciones de que es Dios y que actúa como tal, nos es el momento de ubicar esas citas, pero lo interesante de este Maestro excepcional, pedagogo divino que es Jesús, son las muestras de grandísima humildad que nos ha dejado. Se podría decir que a cada paso Jesús es el prototipo de ser enormemente humilde y de un corazón lleno de compasión ante el error o el pecado de los prójimos, cosa que a nosotros nos cuesta tanto. Pero tampoco es una personalidad débil, que muestra inseguridad o complacencia o condescendencia con el mal, el pecado o la injusticia y peor aún con la soberbia.
En la primera lectura de este domingo (Za 9, 9-10), en tan sólo dos versículos queda prefigurada y profetizada la humildad verdadera, que no es mera apariencia de humildad de Jesús. Si alguien es Rey por excelencia de Cielo y Tierra es Jesús. Ningún rey terreno por más grande y poderoso que sea ni se le puede comparar y sin embargo Jesús, llega como rey mesiánico entrando en Jerusalén montado en un asno. Justo, porque va a cumplir toda la justicia que exige el Padre para el rescate de toda esta humanidad caída y pecadora, y victorioso porque la verdadera victoria de este rey será su muerte en cruz, por la cual le quitará todo el botín de la humanidad entera al pseudo “príncipe de este mundo”, astuto usurpador del reinado que sólo le compete a Dios. Cristo aquí compró nuestra libertad al precio de su sangre bendita.
En la segunda lectura tomada de la carta de San Pablo a los Romanos (8, 9.11-13), es el propio apóstol que en nombre de Jesucristo, nos pide que no nos dejemos llevar por la carne, sino por el mismo espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos y por el cual ahora vive. Por lo cual la libertad que Cristo nos ha comprado a tan gran precio, no la desperdiciemos viviendo como esclavos de la carne, que se corrompe y que no salva, sino que nos hace cada vez más esclavos de aquél príncipe nefasto que Cristo venció en la Cruz.
Finalmente, en el Evangelio de este domingo (Mt 11, 25-30), nos muestra la opción preferencial de Jesús por los pequeños. ¿Quiénes son estos “pequeños”? La gente sencilla del pueblo. No son en primer lugar los fariseos hipócritas y los doctores de la ley, que creen ser los intérpretes de la ley divina, pero generalmente la entienden con toda dureza hacia los demás, pero ellos no la cumplen. Esta decisión divina, dispuesta por el mismo Dios Padre, de revelar los misterios del reino a la gente simple, sin doblez de corazón ni ínfulas de grandeza, es seguida al pie de la letra por Jesús, que no quiere obrar ni decir nada que no provenga de su Padre.
Después viene la revelación de la revelación, es decir el secreto más grande y misterioso que puede darnos el Padre a nosotros y que puede darnos Jesucristo a nosotros. ¿Cuál es ese admirable misterio escondido y concedido sólo a quiénes se abren y disponen a recibirlo? Nada menos que la persona del Padre y la persona del Hijo. El Padre es el único que nos revela al Hijo y el Hijo es el único capaz de revelarnos al Padre. Todo depende de la voluntad del Hijo, ya que él es el único que está encarnado y por lo tanto accesible a nosotros. ¿Cómo lo hace? Por la mediación divina del Espíritu Santo, el maestro interior, sin el cual nada de nada aprendemos. Pero también es necesaria la mediación imprescindible de su santa esposa la Iglesia, que lo anuncia y celebra.
Pero Jesús no rechaza a nadie que venga a él, sobre todo si vienen cansados y agobiados. Jesús es nuestro mejor y único descanso en serio. Es verdad que Jesús nos manda tomar su yugo y seguirlo. Pero también nos dice cómo ese yugo suyo puede ser liviano y hasta agradabilísimo para nosotros. ¿Cómo? Aprendiendo a tener también un corazón como el suyo: manso y humilde. Jesús no sólo nos da ejemplo de ello sino que nos manda que seamos mansos y humildes. Esta mansedumbre y humildad, nunca significa ingenuidad o cobardía, todo lo contrario. Pero el que es humilde y actúa con mansedumbre será feliz y Dios lo acompañará en todas las circunstancias de la vida.
Fray Diego José Correa OP
Mendoza, Argentina