Domingo XX
14 de agosto de 2022
Jr 38,4-6.8-10 | Sal 39,2.3.4.18 | Heb 12,1-4
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 12,49-53
Queridos hermanos:
Nuestro Señor nos habla acerca de su pasión. Notemos sus palabras. Nos dice que ha venido a la tierra, dándonos a entender que él procede del cielo por su divinidad y que existía ya antes de su nacimiento. La tierra hace referencia aquí a los hombres. Es de notar que nos habla con un lenguaje metafórico: el fuego.
¿Qué es este fuego? Este fuego es el que nos comunica su Pasión salvadora, es el Espíritu Santo que derrama sobre los fieles. Pero, ¿por qué el Señor lo llama fuego? En primer lugar, el fuego nos remite al ardor. El amor a Dios es comparable a esta fuerza ardorosa del fuego, ya que el hombre, enardecido en amor a Dios, tiende hacia él con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Y como el fuego arde hacia lo alto, así el amor a Dios eleva las almas hacia las cosas espirituales.
En segundo lugar, el fuego es purificador; se utiliza para separar la escoria de los metales preciosos, quemando y destruyendo todo lo que no sea la pureza del metal. Así el amor a Dios, al encender en nosotros el deseo de vida eterna, consume nuestros malos amores y deseos. Nuestros amores, queridos hermanos, deben ser purificados como por el fuego, para que desaparezcan los malos y queden sólo los buenos, que son aquellos que se ordenan según Dios.
Y como el amor a Dios es encendido en nosotros escuchando las palabras de Cristo, podemos decir también que el fuego que Cristo ansiaba traer a la tierra era su misma palabra purificadora. Efectivamente, en la última Cena les decía sus discípulos: “Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié” (Jn 15,3). También el profeta Jeremías comparó la palabra de Dios con el fuego: ¿No es así mi palabra, como el fuego, y como un martillo golpea la peña? (Jer 23,29)
Plenamente consciente de su misión, Jesús está angustiado hasta ver cumplido su cometido. La muerte en la cruz no es un hecho fortuito que lo haya sorprendido. Al contrario, durante toda su vida él deseaba realizar nuestra redención y se encaminaba decididamente hacia ella. Y aunque ocultaba estos sentimientos al vulgo por su modestia, los confiesa a sus amigos para que participen con él de ellos.
Luego el Señor nos habla de la división que surgirá a causa de su nombre. Verdaderamente Él trajo la paz y la unidad: “la paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14,27) y también antes de su pasión oraba al Padre pidiendo que “todos sean uno” (Jn 17,21). Pero entonces, ¿cómo es que ahora dice que no vino a traer la paz sino la división? Pensemos en una casa. Lo propio de una casa es unir a sus habitantes. Sin embargo, cuando llega el momento de la herencia, a veces los hijos se pelean por quién se quedará con la casa y no llegando a un acuerdo se dividen. La casa ha sido motivo de división, no porque de suyo no causase la unidad, sino por la avaricia y ambición de los hijos. Así también Cristo, él vino, nos trajo la paz y la unidad, pero por causa de la maldad de los hombres que han rechazado esa unidad y paz que él trajo se ha producido la división en la humanidad. Pensemos en el sol. ¿Qué causa el sol sino la luz? Y, sin embargo, cuando el sol sale se proyectan también las sombras a causa de los cuerpos opacos que impiden que la luz llegue detrás de ellos. Así también, apareció Cristo trayendo la paz, pero a casusa de la maldad humana se ha producido la confrontación.
Por eso, no debemos retraernos del seguimiento de Cristo a causa de la división surgida. Mal haríamos si para evitar esta confrontación nos amigásemos con los hombres en detrimento de los preceptos del Señor. Mala paz es la concordancia con quienes viven alejados de Dios. No hay unidad entre el cristiano y el pecado. Falsa paz exigen quienes piden hacer a un lado a Cristo para evitar las divisiones. Sólo Cristo trae la paz y unidad verdaderas que pueden reconciliar a todo el género humano.
Fray Álvaro María Scheidl OP
San Miguel de Tucumán