Domingo XVI Tiempo Ordinario
21 de julio de 2019
Gen 18,1-10; Sal 14; Col 1,24-28; Lc 10,38-42
Fr Pablo Caronello
Convento Santo Domingo Santiago
En la cultura del desierto, la hospitalidad siempre ha sido tenida como un gran valor, quizá la hostilidad de la geografía que no permite resistir sus inclemencias sin ayuda, ha permitido que se desarrollara este fuerte valor humano. Este fuerte sentido antropológico común al medio oriente, es plenificado en el mundo hebreo cuando el pueblo se hace consciente de que Dios los ha elegido, ha hecho alianza con él y ha realizado una promesa: que será enviado un Mesías entre ellos. A partir de esa promesa, toda visita se transforma en una posible visita divina, todo encuentro puede ser el misterioso encuentro de Dios que viene a cumplir su promesa. Esto es lo que hemos escuchado en la primera lectura, cuando Abraham recibe a estos tres misteriosos hombres que venían a traerle la gran noticia: Sara tendrá un hijo.
Nosotros sabemos que quien iba a nacer era Isaac, el hijo de la promesa.
Más la promesa se ha cumplido efectivamente en Cristo a quien en el pasaje que hoy hemos proclamado vemos visitar a las hermanas Marta y María. Marta como buena hebrea se pone con todas sus energías a servir a tan eminente huésped pero María hace algo distinto: se coloca a los pies de Jesús a escuchar su palabra.
A través de los siglos se ha comentado mucho este pasaje, la explicación más clásica es aquella que identifica a Marta con la vida activa y a María con la vida contemplativa. Los padres de la Iglesia y los teólogos medievales tenían sus razones para hacer tal identificación, pero dejemos esa explicación y fijémonos que el pasaje señala algo muy preciso que distingue a ambas hermanas. Por un lado vemos a María en actitud de escucha, de verdadera apertura a Jesús que las visitaba, claro que estaba un poco despreocupada de las tareas más prácticas, pero sabía que su hermana las estaba haciendo. Marta se queda sola en esas faenas, pero he aquí que Jesús no la increpa por su trabajo sino por su agitación; en efecto también Abraham hizo preparar un gran banquete y él mismo lo sirvió y esa actitud no fue recriminada por estos tres hombres misteriosos que representan a Dios. En cambio Marta tiene el corazón agitado, inquieto, desatento a recibir verdaderamente a Jesús que las visitaba. Seguramente alguna vez hemos ido de visita a una casa y al llegar hemos notado que los anfitriones estaban más preocupados en que tuviésemos todo lo necesario para comer, beber o estar cómodos (algo muy bueno) en vez de simplemente estar junto a nosotros compartiendo ese momento. Eso mismo le pasaba a Marta; estaba lejana a Jesús, preocupada de que tenga un plato de comida, pero no pensando que lo único que quería su Señor era tenerla a ella misma.
También Jesús viene a nosotros de múltiples maneras: en los sacramentos, en su Palabra, en los necesitados; viene de maneras visibles o de formas más invisibles. Nuestra vida cristiana debería parecerse a Abraham o a María que dejando todo lo que estaban haciendo, se pusieron a recibir el Señor que los visitaba. La Palabra de Dios, su visita entre nosotros, no prospera si no le hacemos un espacio en nuestro interior. Sucede como en la parábola del sembrador, que cuando la semilla no cae en buena tierra no da fruto, y un desierto no es buena tierra. El desierto de nuestros egoísmos, de la falta de amor, de las tantas preocupaciones en apariencia importantes pero que no son otra cosa que pequeñas ñoñerías del momento, nos hacen vivir en profundos y desoladores desiertos, vuelve nuestros corazones secos que no solo no tiene a Dios, sino que tampoco están dispuestos a recibirlo.
Hoy el Señor nos invita a abrir nuestro corazón para que él nos colme de su presencia refrescante, fructífera, vivificadora. También como a Marta, hoy Jesús nos dice que él solo es lo importante, que unidos a él podremos servir o hacer todo lo que sea necesario para el bien de los demás y el nuestro propio, pero que sin él tarde o temprano nada de lo que hagamos será significativo. Recibamos al Señor, acojámoslo como buenos huéspedes y él transformará nuestro desierto en un jardín, nuestra esterilidad en vida abundante. . .