6 de septiembre de 2020
Ez 33, 7-9 | Sal 94, 1-2. 6-9| Rm 13, 8-10
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según Mateo 18, 15-20
Hermanos/amigos:
Como cada domingo la palabra de Dios es un fuego renovador. Basta que la oigamos con el corazón dispuesto, para sentir una distancia enorme entre lo que la palabra de Dios nos dice y nuestra propia vida.
Este domingo en la primera lectura del profeta Ezequiel, que fue un profeta y sacerdote hebreo que marchó exiliado a Babilonia junto con todo el pueblo de Israel y que ejerció allí su ministerio entre el 595 y el 570 antes de Cristo y que murió en Babilonia, nos ofrece un texto precioso (33, 7-9). Nos enseña que el hombre de Dios debe hablar a los malvados con la palabra que Dios le dice, sin menguarla, sin cambiarla y sin miedo a la reacción de ellos. Su fortaleza es Dios, por eso él lleva ese nombre de Ezequiel, ya que es Dios quién lo sostiene no la sociedad o la popularidad.
En el mundo en el cual vivimos actualmente, especialmente desde el Concilio Vaticano II, y no por culpa del Concilio, sino por no ser fiel a él muchos de nosotros, obispos, sacerdote y diáconos o catequistas, nos cuidamos mucho de quedar bien con la gente. ¡No digamos algo que sea políticamente incorrecto! Con esta conducta lo único que logramos es ser una sal insípida, una luz apagada. Quizá es por eso que también nuestro mundo está tan mal. Como dice el Señor al profeta Ezequiel si tú no adviertes al malvado de parte de Él, que morirá por su mala vida o malas acciones y no se convierte, entonces morirás también tú junto con el malvado, pero si lo adviertes y él no te escucha, entonces él malvado perecerá pero tú habrás salvado tu vida por obedecerme a mí, tu Dios, y no por quedar bien a la vista de los mundanos de tu tiempo. Por este principio es que la Iglesia ha tenido y tiene tantos mártires, hoy más que nunca. Esto es una excelente señal de que la Iglesia está siendo lo que debe ser y no una sal pisoteada por los hombres de hoy.
La segunda lectura de este domingo, son sólo tres versículos de San Pablo (Romanos 13, 8-10) y que dan origen al título de esta homilía dominical. Pienso que si cada uno de los hombres o al menos de los católicos, comprendiéramos y nos propusiéramos vivir el contenido de estos tres sencillos y profundos versículos del gran apóstol San Pablo, la humanidad entera viviría feliz, pero muy feliz. En primer lugar sin duda para quién los practicara, para el cual no existiría ningún tipo de infelicidad, y por consecuencia para todos los que entraran en contacto con este creyente.
Se nos propone que nuestra única deuda con el prójimo sea nuestro amor. Con lo cual desaparecen todos los deseos de venganza, todos los resentimientos, todos los deseos de reconocimiento. Es como un medicamento mágico que nos cura en un abrir y cerrar de ojos, todas las heridas posible de nuestro corazón. Sanado nuestro corazón de una manera real y profunda, está el camino expedito, libre, para hacer sólo lo que el corazón humano quiere y más goza: amar.
San Pablo dice que todos los mandamientos de la ley de Dios se cumplen con solo amar. ¡Qué paradoja, el primer pecado que nombra es el adulterio! Cuántas veces las personas entienden que cometen adulterio porque aman. Es exactamente lo contrario pecan porque no aman, sino lo indebido, diría San Agustín. Lo siguiente es no matar. La violencia, que hoy en nuestra sociedad es de lo que más se habla, de lo que más se padece, de lo que más se teme. Matar es la violencia extrema y el desamor más grande. El que más sufre no es el que padece la violencia sino el que la realiza. Ya es infeliz por no amar, peor lo será ahora cuando ha consumado lo contrario del amor que es el odio.
El que ama no roba. El que da es feliz. El que retiene para sí, sobre todo lo que pertenece a otro o a todos, ese ser humano, hombre o mujer, es profundamente infeliz, inseguro, mezquino, taimado, doble, falaz. Pobre persona rica de todo y al mismo tiempo pobre de todo. Sabe que todo lo que tiene no le pertenece y que nada lo hace feliz. Si amara de verdad su felicidad consistiría no sólo en dar lo mucho que tiene sino sobre todo darse de verdad, dejarse poseer por el prójimo.
Estos tres maravillosos versículos de San Pablo, inspirados por el Espíritu Santo, son para seguir meditándolos hasta el infinito y sacando más y más conclusiones, pero en concreto: nos deben llevar a amar de todo corazón a nuestros prójimos sean quiénes sean.
En el evangelio de este domingo (Mateo 18, 15-20) es una buena manera práctica que nos enseña Jesús de amar corrigiendo a nuestros hermanos cuando han pecado. Pero la condición es que lo hagamos como nos ha ya señalado San Pablo en la lectura anterior: con amor, por amor y llenos de amor hacia los corregidos. De lo contrario empeoraremos las cosas.
Finalmente, la fuerza de la oración en comunión con otro, aunque sean sólo dos los que se proponen pedir algo. Se juntan tres voluntades que llenas de amor piden algo por amor y para bien de alguien: la de los dos orantes y la de Cristo, amor personificado. El Padre de Jesucristo no podrá no concederlo, a no ser que no sea bueno o conveniente lo que se le pide. Puede retardar darlo si eso es conveniente, puede no darlo si no es conveniente o bueno. Pero lo seguro es que el Padre siempre oye lo que piden sus hijos.
Fray Diego José Correa OP
Mendoza, Argentina