Domingo XXVII
2 de octubre de 2022
Hab 1,2-3.2,2-4 | Sal 94,1-2.6-7.8-9 | 2Tm 1,6-8.13-14
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 17,3b-10
La liturgia de la Palabra de este domingo nos sugiere considerar el don del perdón como una manifestación de la misericordia divina extendida, por nuestro medio, al prójimo. El perdón de Dios recrea en nosotros lo que ha sido corrompido y debilitado.
El texto del profeta Habacuc nos presenta su propio relato quejumbroso en el que pide explicaciones a Dios acerca de la opresión y la injusticia desatadas contra el pueblo. La respuesta del Señor apunta directamente a las consecuencias que resultan de una actitud contraria llevada a la práctica, “sucumbirá quien no tiene el alma recta, más el justo por su fidelidad vivirá” (Hab 2, 4).
El cuidado que debemos profesar unos por otros llega hasta lo más profundo del alma disponiendo, además, de la discreción que mira a sanar lo que se presenta como contrario a la caridad. Ante el pecado que lleva a la división los pasos son bastante claros: debe haber corrección, arrepentimiento y perdón. El perdón alcanza así la cúspide de esta secuencia de verdadera caridad. Quizá sea ésta la clave que nos permita aprender a vivir intensamente el perdón entre nosotros. Puede servir de ¡parate! a la propensión inmisericorde de acentuar el regaño y la fijación en el error y en el pecado de los hermanos. De igual modo nos es muy útil para alcanzar un equilibrado ejercicio del perdón sin desestimar la corrección como necesario cauterio para alcanzar la salud.
Ahora bien, ¿quiénes son los fieles justos que vivirán?, ¿cómo logra alguien encarnar la fidelidad y la justicia? El Evangelio de Lucas nos ofrece dos claras respuestas: el perdón de las ofensas ante el hermano arrepentido (Lc 17, 3-4) y el pedido hecho al Señor puesto en los labios de los apóstoles “auméntanos la fe” (Lc 17, 5).
Para ello, como siempre, debemos atender a las palabras de nuestro Señor Jesucristo: “Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo.” (Lc 17, 4). El perdón de las ofensas no es una regalía por pura complacencia de nuestra parte, es un mandato sacrosanto que viene de Aquel que se ha dignado a perdonar nuestras propias faltas. Por eso buscamos atender a Su palabra que nos dice: “perdónalo”. En todo esto la escucha generosa del hermano que se arrepiente tiene un lugar preponderante. El Señor nos manda también a escuchar: “me arrepiento”. De modo que cuando seamos nosotros los que rogamos el perdón también seamos escuchados para que no nos suceda como en la profecía de Habacuc: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que Tú escuches, clamaré hacia ti: ¡Violencia, sin que Tú salves!” (Hab 1, 2).
Es necesario que comprendamos que el perdón se obtiene dándolo y la fe se acrecienta pidiéndola. Estas dos cosas disponen en nosotros aquella rectitud del alma que Dios pide en la visión revelada al profeta Habacuc. Perdón y fe vuelven recto un corazón torcido y endurecido.
Sin embargo, a veces se hace tan extraña a nosotros la actitud de pedir y dar el perdón por las ofensas cometidas que quebrantan la fraternidad. También se ve cómo ajena a nosotros la condición de estar y ponerse al servicio de los otros, de considerarnos “pobres siervos” en el sentido de que nuestro orgullo y vanidad impiden realizar esto. Más aún, cuando se trata de solicitar humildemente a Dios el don de la fe y su acrecentamiento.
Fray Gustavo Sanches Gómez OP
Mar del Plata