Domingo XXVIII
10 de octubre de 2021
Sab 7, 7-11 | Sal 89, 12-13.14-15.16-17 | Hb 4, 12-13
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 10, 17-30
Queridos hermanos:
Se nos presenta hoy el episodio del hombre que se acerca a Cristo preguntándole: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” La respuesta de Jesús puede descolocarnos un poco: “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno”. No dice esto porque niegue que haya bondad en las creaturas, sino para recordarle que toda bondad procede de Dios. Por lo tanto, un maestro es bueno en la medida en que su enseñanza se adapta a la de Dios y es malo en la medida en que se aleja de ella. Un maestro es bueno porque enseña la verdad, no porque dice cosas agradables de oír; como si fuesen malos los maestros que dicen cosas desagradables y buenos los que las omiten. No es esa la bondad del maestro. Sino que maestro bueno es el que enseña la verdad, y malo el que enseña el error. De la misma manera que no se es un buen médico por recetar remedios agradables, sino por procurar la salud.
Así, pues, el decirle: “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno” Es como si le dijera: “no vengas a mí esperando una doctrina más bondadosa que la de Dios o una forma más fácil de alcanzar la vida eterna que la prescrita por Dios”. Por lo cual agrega: “conoces los mandamientos”. Es decir: “ya sabes lo que Dios manda para alcanzar la vida eterna y nadie puede cambiar eso”. Atención -hermanos- y cuidado con los malos maestros que con palabras edulcoradas prescriben un camino distinto para alcanzar vida eterna al margen de los mandamientos de Dios. Los mandamientos de Dios son normas necesarias para entrar en el Reino. Que nadie se engañe, los mandamientos no son relativos, ni prescindibles, ni meras recomendaciones, son la condición sinequanon, sin la cual nadie puede entrar en la vida eterna. Que nadie diga: “el padre tal es más bueno porque permite hacer lo que Dios prohibe”. No, hermanos. “Sólo Dios es bueno”. Nadie puede tener una bondad que Dios no tenga.
Cuando Jesús le dice: “Tú conoces los mandamientos” le recuerda que no se puede excusar por ignorancia. Los mandamientos no solamente fueron revelados por Dios a Moisés, sino que también fueron inscritos en el corazón de todo hombre por ley natural. Y aunque el pecado haya opacado su conocimiento, no puede borrarlo totalmente. De suerte que nadie puede excusarse por una ignorancia absoluta en esta materia. Y tampoco es posible excusarse diciendo: “no entiendo por qué está mal, a mí no me parece malo”. Efectivamente, alcanza con saber que son mandatos de Dios para que nos obliguen gravemente. Evidentemente, conocer el bien que está detrás de cada mandato divino es mejor, ya que nos permite cumplir el mandamiento de un modo más alegre y maduro. Pero no comprender porqué Dios nos manda algo no exime a nadie de la obligación de cumplirlo. La razón de esto es sencillísima: nadie puede tener razón contra Dios. Si Dios lo manda, indudablemente es bueno para nosotros.
Cuando el hombre afirma que había guardado todos los mandamientos desde su juventud, Jesús lo mira con amor. Lo amó porque ama a los que cumplen sus mandatos. Aun cuando no tengan la misma perfección que los que dejan todos sus bienes. No hay que pensar que porque ese hombre no buscó la perfección dejó de ser amado por el Señor. Pero se trataba de un amor que invita a más, al cual lamentablemente no correspondió.
A continuación le dice: “Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo”. El hombre le había preguntado por la vida eterna, ahora Jesús lo invita a poseer un tesoro en el cielo. ¿Qué entendería aquel hombre por vida eterna? Tal vez se imaginaba otra vida como ésta, en la cual podría gozar de sus bienes terrenales sin fin. Por eso, el Señor le hace levantar la mirada de la tierra hasta el cielo al decirle: “tendrás un tesoro en el cielo”. Lo invita a dejar sus aspiraciones terrenas y a aspirar a bienes espirituales.
Pero he aquí que el hombre se marcha entristecido. Estaba apegado a sus bienes terrenales, los amaba más que a una recompensa celestial. El Señor lo invitaba a dejar todo y darlo a los pobres: ¿No debió haber sido esto motivo de alegría? En efecto, “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35); si poseía muchos bienes podía prodigarlos generosamente a los pobres. Mayor motivo era para alegrarse precisamente el poseer muchos bienes. Como aquel hombre de la parábola del tesoro escondido en un campo que lleno de alegría vende todo lo que tiene y compra el campo, así debió alegrarse este hombre rico. Paradógicamente, quienes poseen menos no se apenan tanto de desprenderse. Se nos advirte aquí el peligro de la riqueza: el aumento de la riqueza paradójicamente aumenta la llama de la codicia que supuestamente debería extinguir. Lejos de disminuir, a medida que las riquezas son mayores, aumenta su atractivo y seducción.
Este hombre debió haber escuchado el llamado que la alegría le estaba haciendo. Muy probablemente atisbó la alegría de dejarlo todo, pero el miedo y el apego pudo más, y en lugar de seguir la alegría optó por la tristeza. Tenemos aquí uno de los signos más claros para discernir el llamado de Dios: la alegría que produce el seguirlo y, al contrario, la tristeza de los que por su apego a las cosas no lo siguien.
Fray Alvaro María Scheidl OP
San Miguel de Tucumán
Imagen: El joven rico | Autor: Heinrich Hofmann | Fecha: Siglo XIX | Ubicación: Iglesia Baptista de Riverside. Nueva York (EE. UU.)