XV Domingo durante el año
14 de julio de 2019
Deuteronomio 30,9-14 / Salmo 18,8-11 / Colosenses 1,15-20 / Lucas 10,25-37
fray Álvaro Scheidl
San Miguel de Tucumán
De muchas maneras -queridos hermanos- puede interpretarse la Escritura. Uno es el sentido literal o histórico, es decir: aquello que el texto significa; otro, en cambio, es el sentido espiritual o alegórico, es decir: aquello que significan no las palabras sino las mismas cosas significadas por las palabras. Por ejemplo: el sentido literal del relato del cruce del mar rojo es aquel hecho histórico, y ese mismo hecho significa a su vez alegóricamente el bautismo. Y esto es posible porque es Dios quien habla tanto en la Sagrada Escritura como en la historia, y él puede valerse no sólo de palabras sino también de la realidad misma para significar cosas.
La Escritura está plena de significados. Nuestra mente limitada sólo puede expresar unas pocas cosas, pero Dios, cuya inteligencia es infinita puede encerrar innumerables significados en una sola cosa. Dios ha puesto en la Sagrada Escritura todo conocimiento suficiente para resolver cualquier dificultad, de tal modo que no hay cuestión alguna que no pueda ser iluminada por alguna verdad contenida en la Escritura. No debe desazonarnos que no podamos agotar todos los significados posibles de un pasaje determinado; basta que sepamos saborear lo que a cada paso necesitamos y encontramos. Hay pasajes que resultarán oscuros, otros que nos son más familiares y fáciles de entender. Ambas cosas eran convenientes, porque si todo fuese claro y fácil de entender, los hombres se dejarían llevar del deprecio considerando que no hay grandes verdades en la Palabra de Dios; y si todo fuese obscuro no pocos serían presa del desaliento pensando que nunca llegarán a comprender los significados ocultos, y los rudos y quienes no tienen una destacada capacidad intelectual quedarían sin comprender nada. Además, las verdades ocultas nos ayudan a descubrir el camino espiritual de las almas. Pues el progreso espiritual suele ir acompañado de una mayor penetración en los sentidos ocultos. En cambio, las almas principiantes de ordinario apenas captan lo más explícito.
En este sentido es un error juzgar que porque hemos oído o leído un pasaje muchísimas veces entonces ya sabemos todo lo que dice. Que nadie juzgue en su interior así; sino que más bien si no descubre un significado nuevo en la Palabra de Dios, piense que aún no tiene la inteligencia espiritual suficiente y pida la luz para descubrir lo que se le oculta.
Tenemos en el presente caso la parábola del buen samaritano. El sentido literal es claro: En primer lugar el legista había preguntado qué tenía que hacer para heredar vida eterna. El Señor, como buen Maestro, le hace ver que él ya sabe la respuesta. Y se contenta con el enunciado del doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo. Pero el legista insiste: “¿Quién
es mi prójimo?”. Es fácil de ver que de la respuesta que se dé a esta pregunta depende la eficacia del mandamiento: si hay alguien que no es mi prójimo, entonces no hay obligación de amarlo. El mandamiento se ve amenazado de perder su vitalidad y tornarse inoperante. Ante esta situación ya no conviene responder con un enunciado, porque el problema no está tanto
en la inteligencia del que cuestiona, sino sobretodo en su voluntad. Por eso el Señor relata una historia, una parábola, que involucra al auditor y le pide tomar postura: ¿quién de estos tres te parece que fue prójimo? Como al samaritano se le conmovieron las entrañas, así el Señor pide al legista que responda dejando hablar a su corazón. Esto no significa que Jesús no esté dando una respuesta académica. La pregunta es académica y la respuesta magistral, es decir, de un maestro que dicta cátedra. Pero Jesús mantiene unidas ambas cosas: la doctrina y su vitalidad real, evitando la actitud de aquellos que hablan de cuestiones esenciales sin sentirse afectados ni involucrados. Una pregunta tal como ¿quién es mi prójimo? no debería tratarse de esa manera.
Podemos avanzar en la interpretación de esta parábola y tratar de descubrir su significado espiritual. Los Padres de la Iglesia han descubierto en esta parábola una alegoría del misterio de la salvación. El hombre que bajaba de Jerusalén es Adán, y toda la humanidad junto con él, los bandidos que lo asaltan son los demonios que por el pecado lo han dejado medio muerto: es decir muerto en el alma aunque vivo en el cuerpo. El sacerdote y el levita representan a la antigua ley incapaz de salvar sin la gracia. Y el buen samaritano es Cristo que descendiendo desde el Padre se hizo hombre y vino a nuestro encuentro para salvarnos. Él cargó a aquel hombre herido sobre su montura, es decir cargó sobre su cuerpo nuestros pecados y el castigo que por ellos merecíamos: él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53,4). Y curó sus llagas con aceite y vino: es decir, con el consuelo y la alegría que trae la esperanza de la vida eterna o -lo mismo- con los sacramentos. Y luego encomendó el cuidado al posadero, es decir a su Iglesia, hasta el momento de su regreso que esperamos al final de los tiempos cuando Cristo dé a cada uno según sus obras. Y le dio a su Iglesia para este tiempo dos denarios: es decir el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo, o también podemos interpretar su divinidad y su humanidad, o incluso los dones invisibles y visibles que como talentos la Iglesia debe poner al servicio de su Señor.