Domingo VI

Domingo VI

Liturgia de la Palabra

A nadie le ordenó ser impío

Lectura del libro del Eclesiástico     15, 15-20

Si quieres, puedes observar los mandamientos y cumplir fielmente lo que agrada al Señor.
Él puso ante ti el fuego y el agua: hacia lo que quieras, extenderás tu mano.
Ante los hombres están la vida y la muerte: a cada uno se le dará lo que prefiera.
Porque grande es la sabiduría del Señor, Él es fuerte y poderoso, y ve todas las cosas.
Sus ojos están fijos en aquellos que lo temen y Él conoce todas las obras del hombre.
A nadie le ordenó ser impío ni dio a nadie autorización para pecar.

Palabra de Dios.

SALMO     Sal 118, 1-2. 4-5. 17-18. 33-34

R. Felices los que siguen la ley del Señor.

Felices los que van por un camino intachable,
los que siguen la ley del Señor.
Felices los que cumplen sus prescripciones
y lo buscan de todo corazón. R.

Tú promulgaste tus mandamientos
para que se cumplieran íntegramente.
¡Ojalá yo me mantenga firme
en la observancia de tus preceptos! R.

Sé bueno con tu servidor,
para que yo viva y pueda cumplir tu palabra.
Abre mis ojos,
para que contemple las maravillas de tu ley. R.

Muéstrame, Señor, el camino de tus preceptos,
y yo los cumpliré a la perfección.
Instrúyeme, para que observe tu ley
y la cumpla de todo corazón. R.

Una sabiduría que Dios preparó para nuestra gloria
antes que existiera el mundo

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los cristianos de Corinto     2, 6-10

    Hermanos:
    Es verdad que anunciamos una sabiduría entre aquellos que son personas espiritualmente maduras, pero no la sabiduría de este mundo ni la que ostentan los dominadores de este mundo, condenados a la destrucción.
    Lo que anunciamos es una sabiduría de Dios, misteriosa y secreta, que Él preparó para nuestra gloria antes que existiera el mundo; aquella que ninguno de los dominadores de este mundo alcanzó a conocer, porque si la hubieran conocido no habrían crucificado al Señor de la gloria.
    Nosotros anunciamos, como dice la Escritura, «lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman».
    Dios nos reveló todo esto por medio del Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo, hasta lo más íntimo de Dios.

Palabra de Dios.

ALELUIA     Cf. Mt 11, 25

Aleluia.
Bendito eres, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque revelaste los misterios del Reino a los pequeños.
Aleluia.

EVANGELIO

Se dijo a los antepasados…pero yo os digo

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo     5, 17-37

    Jesús dijo a sus discípulos:
    No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: Yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.
    Les aseguro que no quedarán ni una i ni una coma de la Ley sin cumplirse, antes que desaparezcan el cielo y la tierra.
    El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos.
    Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos.
    Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: «No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal». Pero Yo les digo que todo aquél que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquél que lo insulta, merece ser castigado por el Tribunal. Y el que lo maldice, merece el infierno.
    Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
    Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.
    Ustedes han oído que se dijo: «No cometerás adulterio». Pero Yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón.
    Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha es para ti una ocasión de pecado, córtala y arrójala lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.
    También se dijo: «El que se divorcia de su mujer, debe darle una declaración de divorcio». Pero Yo les digo: El que se divorcia de su mujer, excepto en caso de unión ilegal, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer abandonada por su marido, comete adulterio.
    Ustedes han oído también que se dijo a los antepasados: «No jurarás falsamente, y cumplirás los juramentos hechos al Señor». Pero Yo les digo que no juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la Ciudad del gran Rey. No jures tampoco por tu cabeza, porque no puedes convertir en blanco o negro uno solo de tus cabellos.
    Cuando ustedes digan «sí», que sea sí, y cuando digan «no», que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno.

Palabra del Señor.

 

Predicación

“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos”

Queridos hermanos: sabrán que los escribas y fariseos buscaban cumplir los preceptos de la ley antigua con toda menudencia. ¿Cómo puede, entonces, ser superior nuestra justicia a la justicia de aquellos que observaban hasta el escrúpulo las leyes? El Señor no dice «igual», sino incluso «superior», lo cual es más exigente. Si el Señor nos habla de una justicia superior, es porque existe otra justicia que aquella justicia de los fariseos. Una justicia que no procede del hombre sino de Dios, y que nos hace realmente justos ante sus ojos. Si bien la justicia humana de los fariseos consistía en el cumplimiento de los preceptos divinos de la ley, sin embargo, el modo de cumplirlos era puramente humano y sin la gracia de Dios, de allí que no estaba exenta de faltas. Le faltaba aquella vivificación interior por la cual uno no solamente obra lo justo, sino que lo obra a causa de ser él mismo justo, es decir, por amor a Dios.

La gracia de Dios, en efecto, nos da el cumplir los preceptos divinos según la exigencia que éstos reclaman: aquello último de los preceptos de Dios, que da sentido a su cumplimiento no es otra cosa que el amor a Dios. Por eso, el Espíritu Santo, derramando la caridad en nuestros corazones, nos ha posibilitado cumplir la ley entera. Que nadie diga entonces que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir. Dios no manda cosas imposibles. Porque si bien es verdad que nadie puede cumplirlos todos por sus solas fuerzas, no es verdad que aun con la gracia de Dios no pueda cumplirlos. Que sobre esto hemos leído: “Si quieres, guardarás los mandamientos… A nadie obligó a ser impío, a nadie dio permiso para pecar” (Eclo 15, 15.20).

¿Y cuál es el fin de la ley? La intención o fin de la ley es aquel dado por el legislador. Y lo que el legislador intenta como fin es lo primero que manda. Por eso, Dios mandó en primer lugar amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas para llegar a poseerlo en la vida eterna. Así, el cumplimiento de los demás preceptos no se restringe a la letra, sino, al contrario, se amplía y se lleva hasta lo más pequeño: si la justicia de los fariseos consistía en el solo no cometer adulterio, la justicia superior del amor a Dios llega a la perfección evitando no solamente los actos impuros, sino incluso hasta los malos deseos y las malas intenciones. Si la justicia de los fariseos se contentaba con evitar el derramamiento de sangre inocente, la justicia que viene del amor de Dios se extiende hasta desterrar del corazón todo odio injusto contra el hermano, pues “el que aborrece a su hermano es un homicida” (1 Jn 3, 15).  Si la justicia antigua consistía en no dar falso testimonio ni perjurar, la nueva justicia se extiende a hablar con verdad en toda ocasión y no solamente en los juramentos.

Cristo legislador, como nuevo Moisés, no vino a abolir la ley sino a darle plenitud dictando una ley nueva. Para comprender esto debemos distinguir tres cosas que estaban en la antigua ley: los preceptos rituales, los preceptos judiciales y los preceptos morales. Los preceptos rituales eran todos aquellos que se referían al culto a Dios en el Antiguo Testamento: como el sacrificio del cordero, el templo de Jerusalén, y las fiestas judías. Con respecto a estos preceptos hay que decir que cesaron todos aquellos que eran una figura del sacrificio de Cristo y de las realidades la Nueva Alianza. Cuando llegó la realidad quedó superado lo que era una anticipación, sombra o figura; y por eso el cristiano no debe observar tales cosas. Los preceptos judiciales eran todas aquellas regulaciones jurídicas acerca de la ley; como cuál debía ser la pena para determinados crímenes, que los campos debían dejarse reposar cada siete años, que las tierras debían redistribuirse cada cincuenta años, o después de cuánto tiempo debían ser liberados los esclavos. Con respecto a estos preceptos hay que decir que no es obligatorio observarlos, ya que -como dice san Pablo- la ley fue un pedagogo hacia Cristo (Gal 3, 24).

Sin embargo, la justicia humana no pecaría si en algún caso determinase seguirlos por parecer lo justo. Finalmente están los preceptos morales, que están condensados en el Decálogo. Con respecto a ellos hay que decir que no sólo no han sido abolidos por Cristo, sino que Cristo, al darnos la ley nueva, los ha ampliado y profundizado llevando su cumplimiento a la perfección. Esta ley nueva es el Espíritu Santo habitando en el alma de los fieles y está como condensada en las bienaventuranzas.

Fray Álvaro María Scheidl OP
San Miguel de Tucumán

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