Día tercero del Triduo

La pureza de San José

 

Hace pocos días, Milo Yiannopoulos, una conocida figura del mundo conservador anglófono que llevaba una vida abiertamente homosexual y llena de excesos confesó el vacío hacia donde lo conducía esa existencia de pecado y contradicción. Esto lo encaminó a recuperar la fe católica y a intentar vivir según la ley de la caridad de Cristo: un amor exigente que nos pide renunciar a mucho para poder entregarnos con un corazón íntegro.

Hay una cosa que llama la atención en su testimonio, así como en el de muchos otros que abandonan el mismo estilo de vida: la consagración a san José. En sus palabras, para recuperarnos del pecado necesitamos aquella salvación que se alcanza “a través de la devoción a Cristo y en las obras de la Iglesia Santa, Católica y Apostólica. San José es la figura espiritual paterna de la Sagrada Familia. En este tiempo de la locura de género, entregarme al protector masculino del niño Jesús es un acto de fe en el Santo Patriarca de Dios”.

La castidad viril del Patriarca José atrae porque, en una sociedad como la nuestra, que promueve el desorden de las pasiones y la superficialidad en las relaciones, él nos muestra con gran claridad que la castidad forma parte de la verdadera grandeza del hombre. Así como nuestra biología necesita un equilibrio, una homeostasis fisiológica, también nuestra alma y nuestro espíritu requieren la armonía entre las virtudes. Si esto no existe, podremos tener virtudes sueltas (y un poco alocadas), pero no un corazón ordenado.

Muchos de nuestros contemporáneos experimentan una gran amargura y no saben por qué. Lo explican por patriarcados, represiones ancestrales o ambiciones fracasadas. Nos prometieron la liberación y encontramos la esclavitud de nuestros vicios. La pornografía afectó la imaginación de incontables jóvenes. La promiscuidad fracturó innumerables corazones que ahora se ofrecen como migajas de la primera ilusión. El divorcio y la anticoncepción artificial se convirtieron en una cultura cuyo único desenlace posible es la cultura del aborto, la eutanasia y la manipulación genética. El mundo nos ha prometido mucho: nos promete la liberación en la aceptación incondicional de nuestros impulsos. Lo único que da, porque no puede dar otra cosa, es esclavitud y angustia.

¿Qué es lo que el mundo no conoce o, peor aún, nos esconde? Que la libertad se alcanza en la obediencia y en la justicia. San José nos muestra cómo una vida que se entrega a la voluntad de Dios es la única que realiza nuestra vocación profunda para la comunión y la reconciliación. “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”, nos dice san Mateo: aceptó la llamada a una paternidad virginal que no le quitó nada a su integridad ni a su salud psicológica. Por el contrario, lo ratificó en su justicia y en la fortaleza de quien se sacrifica en silencio por un bien mayor, el bien de los que ama. Porque su castidad y pureza no es una simple negación (no conocer sexualmente a la madre de Jesús), sino la plenitud del que tiene un corazón íntegro para el sacrificio. El sacrificio está en lo profundo de la definición de un padre—no la aportación biológica de veintitrés cromosomas.

En el ejercicio de una paternidad totalmente original, pero totalmente humana, san José cumple la misión encomendada por Dios: ¡servir de cabeza para la Familia de Nazaret! Toda esa familia estuvo atravesada por un amor divino que los consumía. Pero no debemos pensar que esto significa una serenidad estática, sin pruebas ni tribulaciones. El amor de Dios Padre se manifestó en la Cruz del Hijo, y ninguno de la bendita familia de Nazaret se vio exento de gustar la Cruz. ¡No la vivieron con morbosidad! No se puede cargar la cruz hasta el fondo (vivir el exilio, la persecución y la espada; estar a los pies de la Cruz mientras el Amado es atravesado por la lanza; entregarse con un grito desgarrador, por nuestra salvación, al Padre que nos ama) con impostaciones y deseos de llamar la atención.

La Cruz, horizonte continuo de la Sagrada Familia, exige magnanimidad y humildad, porque requiere llamar a Dios como Padre en medio de oscuridades y sacrificios. Exige un corazón fuerte porque reconoce que nuestra fortaleza es la debilidad de Dios y nuestra sabiduría es la necedad de Dios. Exige un amor casto, un amor puro que se pueda entregar sin dobleces, sin segundas intenciones, sin miradas abusivas, sin aprovecharse del más débil y vulnerable. Nosotros no tenemos un corazón así, pero podemos pedírselo al Señor Jesús, que hizo de san José un varón justo, un digno esposo de la Virgen María y un padre que vio, en su propio silencio y en su propia impotencia, que toda paternidad verdadera toma su nombre del Padre celestial (cf. Ef 3, 14-15).

San José, Patriarca castísimo, Terror de los demonios y Consuelo de los desgracias, ruega por nosotros y por todos los que necesitan de la Gracia de Dios para recuperarse de una vida sujeta al pecado.

 

Fray Eduardo José Rosaz OP
Friburgo, Suiza

 

Oración preparatoria
Santísimo Patriarca San José, padre adoptivo de Jesús, virginal esposo de María. Tesorero y dispensador de las gracias, del Rey de la gloria; a ti elijo desde hoy, por mi verdadero Padre y Señoren todo peligro y necesidad, a imitación de Santa Teresa de Jesús. Enséñame a orar, tu que eres maestro de tan soberana virtud, y alcánzame de Jesús y María, que no saben negarte cosa alguna, la gracia de vivir y morir santamente como tú y lo que pido en este triduo si es para mayor gloria de Dios y bien de mi alma. Amén.

Oración propia del día
San José, por su pureza angelical, mereció ser esposo de la más pura de las vírgenes. Los dos lirios de virginal fragancia son María y José, con quienes Jesús moró y conversó familiarmente como hijo por espacio de treinta años. ¿Eres puro y casto, devoto de San José? Sólo siendo puro y casto, serás admitido en el reino de los cielos. Pídelo al castísimo esposo de María, San José.

Se rezan siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias en honor de San José.
Luego se pide con toda confianza la gracia que se desea alcanzar en este Triduo.

Oración final
Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal.

Amén

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