Domingo XXVIII
9 de octubre de 2022
2Re 5,14-17 | Sal 97,1-4 | 2Tm 2,8-13
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 17,11-19
Queridos hermanos:
La liturgia nos habla hoy del llamado de los gentiles o paganos a la fe. Naamán, el sirio, jefe del ejército de Aram, fue a ver al profeta Eliseo y después de lavarse en el río Jordán, quedó sano de su lepra. Ante esto, Naamán confiesa al único Dios, y pide al profeta Eliseo llevarse tierra de Israel hacia su país para adorar allí al Dios de Israel. Así, Naamán reconocía que Dios tenía un vínculo especial y único con Israel.
En efecto, Dios no eligió a ningún pueblo para revelarse sino a Israel; no eligió a los persas, ni a los incas ni a los mayas, ni a los tehuelches ni a los mapuches, ni a los chinos ni a los coreanos, no eligió a los egipcios, ni a los germanos, ni a los africanos, ni a los estadounidenses. Uno, y sólo uno, es el pueblo elegido de Dios: el Israel de Dios. En el cual nosotros, paganos de origen, hemos sido injertados como ramas de olivo silvestre en la raíz santa del olvido cultivado (Cf. Rm 11,16-24), injertados no por la carne sino en el espíritu, por el bautismo y por tener la misma fe de Abraham, nuestro patriarca (Canon romano), es decir, el padre de todos los creyentes incircuncisos (Rm 4,11). A este Israel de Dios pertenecemos sólo si tenemos la fe de Abraham, padre de todos nosotros (Rm 4,16). Todo aquel que opta por otro pueblo pierde la fe de Abraham. ¿Y por qué Abraham? Porque de él procedería Cristo según la carne (Rm 9,5), el Hijo de Dios, el consumador de nuestra fe (Hb 12, 2), que nos revela plenamente al Padre.
En efecto, la gloria de Dios resplandece en el rostro de Jesucristo (2 Cor 4, 6), y quien lo ve a él, ve al Padre, porque el Padre está en él y él en el Padre (Cf. Jn 14, 9-10). Por lo cual, hemos llegado a lo definitivo en la verdad sobre Dios. Y es a partir de esta verdad revelada en Cristo, que podemos reconocer los elementos de bondad y maldad que hay en los diversos pueblos paganos. Y no al revés. Cristo es la luz de los pueblos (Lumen Gentium 1), no los pueblos la luz de Cristo. No se debe interpretar a Cristo a partir de las diferentes culturas, sino a las culturas a partir de Cristo.
Con su humanidad perfecta, Cristo revela al hombre el verdadero hombre (Gaudium et Spes 22) y su recto desarrollo. Ejerciendo en su humanidad asumida el oficio de carpintero durante su vida oculta en Nazareth, Jesucristo nos ha enseñado que es un deber de todo hombre aplicarse con empeño, técnica y profesionalidad al progreso humano. Sin embargo, es de lamentar, que, por múltiples motivos, existan aún hoy pueblos en la región amazónica, que no solamente no han recibido un pleno anuncio del Evangelio, sino que tampoco han alcanzado un desarrollo humano integral.
En efecto, el papa Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio afirmaba la necesidad de la alfabetización para el desarrollo humano: «Se puede también afirmar que el crecimiento económico depende, en primer lugar del progreso social; por eso la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo. Efectivamente el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado. Saber leer y escribir, adquirir una formación profesional, es recobrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede progresar al mismo tiempo que los demás» (n. 35).
Por estos motivos, sería contrario a la dignidad de la persona humana reducir su desarrollo a un mero estilo de vida en sintonía con la naturaleza, o a una especie de salvajismo ecológico. Al contrario, pertenece a la dignidad de la persona humana esforzarse por pasar de condiciones menos humanas a condiciones de vida más humanas (n. 20). Este desarrollo para ser auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre (n. 14). Todos los pueblos, no solamente algunos. Y todas las dimensiones humanas: social, técnica, profesional, familiar, científica, económica, religiosa, filosófica, deportiva, artística, psicológica, recreativa, etc.
Hay hoy en día -queridos hermanos- ciertas corrientes de pensamiento verde que, basadas en una consideración idílica del mundo vegetal y animal, niegan al hombre su recto dominio sobre la naturaleza, contra lo cual ya advertía Pablo VI en la misma encíclica: «Necesaria para el crecimiento económico y para el progreso humano, la industrialización es al mismo tiempo señal y factor del desarrollo. El hombre, mediante la tenaz aplicación de su inteligencia y de su trabajo, arranca poco a poco sus secretos a la naturaleza y hace un uso mejor de sus riquezas. Al mismo tiempo que disciplina sus costumbres, se desarrolla en él el gusto por la investigación y la invención» (n. 25).
Tales idealizaciones del mundo animal y vegetal olvidan, además, que el desorden del pecado alcanzó a la creación entera: Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto (Rm 8, 22). La naturaleza entera (insectos, aves, mamíferos, árboles, vegetales, virus, bacterias, astros), fue afectada por el pecado del hombre y por la hostigación de los demonios, espíritus de maldad que vagan por las regiones aéreas (Ef 6, 12) y por lugares desiertos (Mt 12,43). Frente a esta situación, en que la naturaleza produce espinas y abrojos (Gn 3, 18) y en que ha sido rota la perfecta armonía con ella, es necesario para el hombre no sólo ya someterla sino incluso defenderse de ella, reordenarla y prepararla para la revelación de los hijos de Dios en que la naturaleza será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 21).
Fray Alvaro María Scheidl OP
Tucumán