Domingo XVII
24 de julio de 2022
Gn 18,20-32 | Sal 137,1-2a.2bc-3.6-7ab.7c-8 | Col 2,12-14
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 11,1-13
Leemos el Padrenuestro en la versión de San Lucas. Los discípulos se dirigen a Jesús para pedirle que les enseñe a rezar. Entonces, el Señor les enseña el Padrenuestro.
Nosotros tenemos la ventaja de que ya sabemos rezar… ¿Sabemos rezar? O mejor aún, si ya sabemos rezar, ¿enseñamos a rezar a otros? Sabemos que este mundo requiere muchas cosas para enfrentarlo, preparamos a los niños para afrontar las situaciones de la vida, pero a veces olvidamos lo más importante, la relación con Aquél que garantiza esa vida, que le da sentido.
Si nos acercarnos un poco a nuestras catequesis, nos daremos cuenta que muchas veces (gracias al Señor no siempre) enseñamos “formulas” y pensamos que hemos enseñado a rezar. Creemos que es suficiente que los jóvenes y los niños, incluso nosotros mismos, sepamos oraciones de memoria y las repitamos. No, no es suficiente, hay algo más, algo más profundo que toca las fibras más íntimas de nuestro ser. Pero la mayoría del tiempo no es nuestra culpa, lo que sucede es que no nos han enseñado a rezar.
El Señor no solo les enseña una fórmula para repetir, les enseña algo más. El Padrenuestro es algo que va mucho más allá. No solo les dice qué decir sino cómo decirlo. Porque la oración no es usar palabras, sino un impulso del corazón, un diálogo de amor. Y solemos entablar ese diálogo de amor con tanta velocidad que a veces nos trabamos en las mismas palabras que pronunciamos.
¿Cómo es nuestro diálogo de amor? La Didaché, un escrito antiguo, nos enseña que los primeros cristianos solían rezar el Padrenuestro a la mañana, a la tarde y al mediodía. Era la oración que englobaba todo el día. En esta oración nos dirigimos a Dios con la palabra Padre. Aprendamos a detenernos en esa palabra considerando que es Dios mismo, el Creador de todo, que quiere llamarme hijo, hija, mi pequeño, mi pequeña… que me ama con amor de Padre. Santa Teresita del Niño Jesús no podía pasar de esta palabra sin emocionarse. Debemos aprender a saborear las palabras, gustar su significado que va más allá de lo que puedo ver a simple vista.
Si creo que no soy digno de llamar a Dios Padre, recuerda que es el mismo Espíritu Santo que grita en mi esa palabra. Mis labios no son solo míos cuando rezo, pongo en ellos los deseos de amor de toda la humanidad que anhela conocer el amor, ese amor que da sentido a todas las cosas. Puede sonarnos un poco pedante o egocéntrico pero recordemos que cuando rezamos no rezamos solos, aunque estemos en el lugar más secreto de mi casa sin nadie alrededor. Toda la Iglesia, los que fueron, los que son y los que serán rezan conmigo.
Pero tal vez lo más importante es la confianza, ella es la base sobre la que se construye el amor. La oración, que es diálogo de amor, necesita esta confianza de nuestra parte, este abandonarnos en las manos del Padre que nos ama, este dejarlo hacer en nuestras vidas. Como dijo María, “soy la esclava del Señor”.
Aprendamos que la oración no son palabras, son como latidos de un corazón vivo que ama. Y al Padre se llega con amor y se lo gana con amor. Aprendamos a amar también en nuestra oración. Entonces no necesitaremos enseñar a rezar, enseñaremos a vivir en amor. Como el mismo Señor enseñó a sus discípulos y a nosotros.
Que el Dios del amor los bendiga en este domingo.
Fray Cristian Yturre OP
Córdoba