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¡Alégrate y regocíjate de todo corazón!

Tercer domingo de Adviento

 

12 de diciembre de 2021
Sof 3, 14-18a | Is 12, 2-3.4bcd.5-6 | Flp 4, 4-7

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 3, 10-18

El día de hoy nos invita a la alegría. Primero escuchamos en el introito la exhortación de san Pablo: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir: Alégrense.” Luego, el sacerdote reza en la oración colecta: “concédenos festejar con alegría su venida y alcanzar el gozo que nos da su salvación”. En el salmo repetimos: “Aclamemos al Señor con alegría”. Y también oímos al profeta Sofonías: “¡Grita de alegría, hija de Sión! ¡Aclama, Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón!”

Se nos exhorta -queridos hermanos- a la alegría. Si ya estuviéramos alegres, no se nos invitaría a ella. Si se nos exhorta, es porque hay una parte nuestra que aún no se regocija o que incluso está asediada por la tristeza proveniente de los pecados propios y de las amarguras y desilusiones de la vida presente. Tal vez alguno está alegre porque la vida le sonríe con prosperidad ya sea en el trabajo o en la familia. Pero también a éste el apóstol lo exhorta a la alegría, porque no se nos exhorta simplemente a alegrarnos por cualquier motivo, sino que se nos dice: “Alégrense siempre en el Señor”. Son varias las cosas por las cuales nos alegramos. Y la alegría tiene la cualidad de aquello de lo cual se alegra: si el motivo es grande y duradero, se tendrá una alegría grande y duradera; si es pequeño y fugaz, así mismo lo será la alegría. ¡Qué grande y permanente es, entonces, la alegría que viene del Señor cuya sabiduría no tiene medida y cuya fidelidad permanece para siempre!

Gozar de Dios es necesario para nuestra vida. Pues la alegría verdadera nos da fuerzas para obrar el bien. Buena cosa es esta alegría que viene de Dios: el alma se dilata y aligera. Dilatándose se hace capaz de acoger a los demás, y aligerándose se lanza sin pesadumbre hacia las cosas más difíciles. Al contrario, donde se establece la tristeza, un desánimo sordo corroe y desgasta las fuerzas para obrar el bien, el alma se contrae y los demás ya no tienen cabida en uno.

Se nos manda, pues, la alegría. Sin embargo, es cierto que no podemos forzarla. A los miembros de nuestro cuerpo podemos moverlos con el solo imperio de nuestra voluntad, de tal modo que les mandamos hacer lo que queremos y obligadamente lo hacen. Pero con las pasiones, entre las cuales está la alegría, no sucede así. No podemos alegrarnos con el solo imperio de la voluntad, tal cosa sería una farsa o un fingimiento. ¿Cómo es, entonces, que se nos manda estar alegres?

Existe un modo de suscitar la alegría: no a la fuerza, sino mostrándole su objeto. Para despertar el apetito de alguien, por ejemplo, le mostramos un alimento delicioso y le hacemos sentir el aroma apetitoso. De la misma manera, podemos despertar en nosotros la alegría: es decir, por medio de la contemplación y la meditación en las cosas buenas que la provocan. Como la consideración de los peligros despierta en nosotros el miedo y pensar en las injurias suscita la ira, así la meditación sobre los bienes poseídos renueva la alegría. ¿Y cuáles son esas cosas que debemos meditar para despertar en nosotros la alegría en el Señor? La salvación que Dios nos trae, la ternura de su amor, su paternidad que no abandona, su paciencia con la debilidad humana, su fidelidad inquebrantable, su bondad que se prodiga en toda clase de bienes sobre sus criaturas, y, sobre todo, la esperanza de poseerlo en el cielo. Con todo, tenemos que percatarnos de que aquella posesión feliz es algo futuro. ¿Cómo es posible alegrarse de cosas futuras que aún no se poseen? Respondamos con una comparación.

A veces algunos maridos marchan a la guerra, la esposa gime y se lamenta, porque su suerte es incierta; no sabe si lo volverá a ver. Pasan los meses sin noticias, tal vez los años… hasta que un día le llega la voz de que su marido vive, que la guerra ha terminado y él volverá en poco tiempo. ¡Cuánta alegría que experimenta en ese mismo instante! Todavía no lo ve ni lo tiene consigo, pero ya salta de júbilo por la certeza de que lo tendrá. Se alegra aún no por la posesión, pero sí ya por la esperanza cierta.

Alegrémonos hermanos, entonces, porque El Señor vendrá con certeza; no fallará; Dios no defrauda. Se acabarán todos los males que nos oprimen: cuando Jesucristo llegue, se acabarán las tentaciones, se acabarán las pasiones desordenadas que hacen guerra a nuestra alma, se acabarán las injusticias, la incomprensión, el desprecio, la ignorancia, la pobreza, la soledad, la enfermedad, la persecución y la muerte. Dios enjugará toda lágrima. Y no solamente serán quitados los males sino que también serán instaurados los bienes. Llegará la paz de Dios que supera todo lo que podamos decir o pensar: la amistad con los ángeles, la compañía de los santos, la retribución por las obras buenas, la transformación de toda la creación, la vida para siempre y por encima de todas las cosas la posesión de Dios. Porque nuestra esperanza no versa sobre poseer algunas de estas cosas que vemos aquí en la tierra (la felicidad no consiste en ninguna creatura), sino que nuestra felicidad estará en poseer a Dios, Bien infinito, eterno y sumo.

Todo esto es lo que dice la lectura del profeta Sofonías: Primero te invita a la alegría: ¡Grita de alegría! ¡Aclama! ¡Alégrate! Y para que no se piense que se trata de una alegría tonta y descocada, añade inmediatamente la causa de la alegría: El Señor ha retirado las sentencias que pesaban sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. Estos son los males que serán quitados: la sentencia de condenación (es decir, el infierno) y los enemigos (es decir, el diablo, la carne y el mundo). Y a continuación añade el bien de mayor regocijo: El Rey de Israel, el Señor está en medio de ti… El Señor, tu Dios, está en medio de ti… “te renueva con su amor”.

Fray Alvaro María Scheidl OP
San Miguel de Tucumán

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