Solemnidad del Corpus Christi
23 de junio de 2019
Gn 14, 18-20; Sal 109; 1 Cor 11, 23-26; Lc 9, 11-17
Fray Eduardo José Rosaz
Córdoba, Argentina
Lauda Sion Salvatorem
“Alaba, Sion, a tu Salvador” (Secuencia del Corpus Christi)
Querido hermano:
Un fraile dominico tiene una gran responsabilidad al hablar en esta fiesta. Un excepcional hermano nuestro, Santo Tomás de Aquino, compuso los textos de la liturgia de este día. En ella nos invita a cantar y a alabar este misterio con toda la fuerza de nuestro afecto: Quantum potes, tantum aude! “¡Todo cuanto puedas, anímate a hacerlo!”. Este atrevimiento cristiano tiene una razón fuerte: por grande que sea nuestra alabanza, nunca será suficiente (Quiamaioromni laude, nec laudare sufficis).
Este día es un día de alabanza y glorificación, de adoración y acción de gracias. Frente al Dios hecho hombre que se queda en la Eucaristía no podemos – ¡no debemos! – reducirlo a nuestras utilidades. Por eso, este día es un día de gratuidad y de exuberancia. Canto, flores, procesiones, son expresión de la alegría que surge en nosotros ante un don tan grande. Eso
buscamos manifestar: alegría, júbilo, acción de gracias. Sólo un corazón que ama comprenderá qué importante es derrochar estos gestos para el Amado. Los corazones secos y resentidos nunca han comprendido esta fiesta, ni podrán hacerlo, porque no pueden ver que el amor se goza con la sola presencia de aquél a quien se ama, sin ningún otro provecho.
“¡Que la alabanza sea plena y armoniosa! ¡Que la alegría del corazón sea jubilosa y bella!”. Así nos sigue animando el humilde Tomás. ¿Cuál es el motivo de este gozo? “El pan vivo y vital”.
Porque Dios es la Vida y el Vivificador, y este pan es el cuerpo del Hijo de Dios. El Evangelio de esta solemnidad nos transmite esa misma convicción. Jesús es pan, un pan vivo y vivificante. Es vivo, porque viene del Padre, que está vivo y posee la vida abundantemente. El Hijo vive la vida que el Padre le ha dado sin límites.
Sin embargo, el Hijo también nos da vida a nosotros: “el que me coma vivirá por mí”. Este pan verdadero, que ha bajado del Cielo, vino a comunicarnos vida. Toda la vida que se encuentra en este mundo proviene de la Palabra del Padre (cf.Jn 1, 3-4). Pero, hecho hombre, nos introdujo en una existencia mucho más grande, porque “a todos los que la recibieron les dio
poder de hacerse hijo de Dios” (Jn 1, 12).
“Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51). ¡Este es el privilegio que recibimos en cada Misa! Recibiendo a Jesús, entramos en la vida de Dios como hijos y dejamos de ser siervos, meros espectadores que no comparten la intimidad de la familia. Pues éste es el pan de los hijos, panisfiliorum. Es el pan que sólo pueden comer los hijos, pero también es el pan que hace que el que lo come, se haga hijo.
Amigo mío, lejano por la distancia, pero cercano por la Fe: has sido hecho hijo de Dios, heredero de sus bienes y coheredero con Cristo. Ésta es tu dignidad, ¿dónde encontrarás un motivo mayor para alegrarte?, ¿quién te ofrece algo mejor? ¿Estás triste, abrumado por el desaliento de un mundo agresivo y hostil, que rechaza el Evangelio y quiere nuestra infelicidad para aprovecharse de nosotros? En este pan se encuentra escondido, latente, pero eficaz, el poder que ha vencido al mundo. Nada temas, pues su victoria es la nuestra.
¿Estás alegre, en la serenidad de la criatura que reconoce que todo le ha sido regalado? Jesús en la Eucaristía confirma y robustece tu gozo, y te ofrece la garantía de un amor que no desfallece nunca.
¿Está frío tu pecho, alejado de Dios por el pecado? ¿Te abruma la vergüenza y el desánimo de volver a caer nuevamente en tu falta? “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo” (Ef 5, 14): el perdón está cerca, ha sido obtenido por Jesús en la Cruz, y se te ofrece en su Iglesia. Como hijo, renovado por el perdón sacramental, el Señor quiere que lo recibas en su Cuerpo y en su Sangre, en su Alma y en su Divinidad.
¿Arde tu corazón, cuando encuentras que el Maestro parte el pan y te lo da como alimento?
Pídele a Dios que este nuevo maná no se acabe para ti, y que el Señor, que empieza su obra, la lleve hasta su término. Pídele poder abrir la puerta para cenar juntos en tu morada definitiva, en donde se cumpla finalmente su promesa: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”.
¡Madre Santísima, nos dirigimos a ti, los tristes y los alegres, los fríos y los ardientes! Sabemos que eres el Sagrario viviente. Tú has llevado en tu seno al pan vivo bajado del Cielo. Dios, a quien los cielos no pueden contener, quiso hacer su morada en ti. Y ahora quiere hacer morada en nosotros. Danos tu corazón, madre, para poder recibirlo. Así, viviremos para siempre y nuestro único gozo será alabarlo eternamente. Amén.