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La paciencia de Dios

Tercer domingo de Cuaresma

 

20 de marzo de 2022
Ex 3,1-8a.13-15 | Sal 102,1-2.3-4.6-7.8.11 | 1Cor 10,1-6.10-12

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 13,1-9

«Señor, deja [la higuera] todavía este año…» (Lc 13, 8-9). El santo Evangelio del tercer domingo de Cuaresma nos muestra a Jesús enseñando a las gentes y a sus discípulos el sentido divino y salvador de los acontecimientos de la historia: tanto los males morales que nos aquejan, como el caso de los galileos cuya sangre derramada fue mezclada por Pilatos con aquella de los sacrificios del Templo, como las desgracias involuntarias: las muertes causadas por el desplome de la torre de Siloé.

Tal como los judíos de la época del Señor, también nosotros intentamos entender el mal que nos acontece, y también el que causamos, vinculándolo con el misterio de la providencia de Dios. Así, tendemos a pensar, y no sin cierta razón, que lo bueno debe ser atribuido a la mano de Dios y lo malo, al castigo de nuestros pecados.

La luz de la razón natural nos muestra que, si Dios es, entonces, nada de lo que ocurre es ajeno a Su conocimiento perfecto y a Su voluntad soberana, aunque el modo en que conoce y dispone está más allá de nuestra razón.

La luz de la fe perfecciona ese conocimiento: Dios ha creado la historia, el espacio y el tiempo y, en él, a toda las creaturas, entre ellos, los seres capaces de libertad: ángeles y hombres. El mal uso de esta libertad ha dado origen al pecado y, con él, a todos los desórdenes físicos y morales que atraviesan el curso de los siglos.

Sin embargo, el mismo Dios, uno y trino, no nos ha abandonado al poder de la muerte y de una creación frustrada. Ha querido redimir la creación enviando Su Hijo al mundo para que éste sea salvado y llevado a una nueva excelencia. Junto al Hijo y con Él, el Padre ha enviado al Espíritu Santo para elevar la creación y perfeccionarla en un grado más alto incluso que aquél que tenía en su estado original.

Así, el instinto original de los oyentes de Jesús, y del nuestro, es verdadero. San Pablo basa toda su teología en tal convicción: «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3, 23). En efecto, por el pecado de un sólo hombre entró la muerte en el mundo (cf. Rm 5, 17).

Sin embargo, este instinto sería incompleto e imperfecto si no contemplásemos, con la ayuda de la divina gracia, la totalidad del misterio de Cristo redentor y completásemos con tal revelación, como lo hace el Apóstol de los Gentiles, nuestra comprensión de la historia: donde abundó el pecado sobreabundo la gracia (cf. Rm 5, 20); si por uno, Adán, entró la desgracia y la injusticia en el mundo; por otro, Cristo, la gracia y la justificación para todo el que cree (cf. Rm 5, 17-19).

El misterio de la conexión del pecado personal de cada uno con la desgracia existe realmente pero no nos ha sido revelado de modo individual. Sólo Dios conoce lo que hay en el interior del hombre (cf. Sal 138, 1: «Tú me sondeas y conoces…») y, por ello, sólo Él es juez de vivos y muertos. De aquí se desprende la advertencia del Señor: «no juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7, 1).

Incluso veladamente y no sin una especial gracia de Dios, podemos interpretar y dar sentido a nuestros propios sufrimientos a la luz de nuestro pecado, como hizo el santo ladrón en el momento supremo de la Cruz: «verdaderamente nosotros sufrimos justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero este nada malo ha hecho» (Lc 23,41).

Pero lo que sí se nos ha revelado es que «todos pecamos», con excepción de la Santísima Virgen María preservada de toda mancha de pecado original, y que todos debemos buscar el perdón de Dios y la conversión, con perseverante fe y firme esperanza.

La fe nos justifica ante Dios porque nos hace afirmar Su presencia salvadora. Él actúa en la historia, llama a Moisés, desde la misteriosa zarza ardiente para enviarlo en una misión de redención: «Yo he visto la opresión de mi pueblo (…). Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo» (Ex 3, 7). Así hemos oído en la primera lectura de este domingo.

La revelación del Nombre de Dios es símbolo y profecía de Aquél a quien se le ha dado el Nombre que está sobre todo nombre, Jesucristo (cf. Flp 2,9). Por ello, todo lo que ocurrió a Moisés y al pueblo en el desierto: la liberación, la infidelidad del pueblo y la fidelidad de Dios, » aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arratrar por los malos deseos, como nuestros primeros padres» (1 Co 10, 11), como nos enseña San Pablo en la primera Carta a los Corintios.

Jesucristo es el portador del Nombre, Dios verdadero de Dios verdadero; Él es la Roca espiritual: «y esa roca era Cristo». Él es la piedra que rechazaron los arquitectos y que el Padre ha constituido en piedra angular. Él, quien vendrá en el último día «a juzgar a vivos y muertos».

La fe en la presencia de Dios en la historia y en los acontecimientos, especialmente, la fe en Jesucristo como Salvador, nos debe mover a la conversión no sólo por temor a las consecuencias de nuestros pecados, como Él mismo señala a sus oyentes: «si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera» (Lc 13, 33); sino también por amor a Su paciencia infinita, aquella del viñador respecto de su señor, cuando éste, después de tres años sin fruto, pide cortar la higuera esteril: «Señor, deja [la higuera] todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás» (Lc 13, 9). La catequesis nos enseña el valor de la atrición (conversión causada por el temor al justo castigo) y de la contrición (conversión causada por el amor de Dios) para la remisión de las culpas y una penitencia saludable.

El tiempo entre la primera y la segunda venida del Señor es el tiempo «de la paciencia de Dios». Jesucristo remueve y abona la tierra de su Iglesia, y en ella, al mundo con la efusión del Espíritu, la predicación apostólica, el refrigerio de los santos sacramentos.

Este lapso es el «año» del Señor, Su «día», la misteriosa porción de tiempo en el cual la redención realizada de una vez y para siempre en la Cruz alcanza y alcanzará a todos los elegidos, el tiempo de la gracia y la libertad; del llamado y la respuesta.

Este es el tiempo de la paciencia de Dios, síntesis maravillosa y real de Su justicia y de Su misericordia. Este es el tiempo, entonces, de la conversión y la reconciliación con Dios: «Os exhortamos, por la misericordia de Dios, que os dejéis reconciliar con Dios» (2 Co 5, 20); «en el día propicio te he oído, y en el día de la salvación te he socorrido. Hoy es el día propicio; hoy es el día de la salvación» (2 Co 6,2).

Pidamos a la Santísima Virgen María y a San José, cuya solemnidad hemos celebrado el día de (hoy) ayer, que la primera venida del Señor fortalezca nuestra fe; que la segunda aliente nuestra esperanza; que ambas nos muevan a la conversión.

Que en este santo tiempo de Cuaresma, iluminados por el Santo Evangelio y la enseñanza de los Padres y los santos, los acontecimientos del mundo, especialmente las calamidades, las pestes y las guerras nos indiquen una comprensión cada vez más profunda, espiritual y eficaz de la Providencia divina que no falla ni se equivoca.

Dios nos conceda entender que, ciertamente, todo mal ha sido causado de modo inmediato o mediato por nuestro pecado y es atribuible con toda razón a nuestra libertad y responsabilidad y que, sin embargo, lo que a nosotros nos compete no implica juzgar al prójimo, ni siquiera a nosotros mismos, sino convertirnos de corazón, imitando el ejemplo del viñador que es Cristo en su paciencia llena de misericordia y de justicia.

Contemplemos la voz de Cristo que ora con nosotros, en nosotros y por nosotros, pidiendo al Padre por su higuera, que es, al mismo tiempo, la historia de todos y la de cada uno:

“déjala todavía un año, el año de la gracia, el tiempo de la salvación; si no, la cortarás; déjala porque quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad; déjala, porque Mi Cruz y Mi preciosa Sangre no han sido derramadas en vano; pero, si no da frutos, es decir, si no escuchan hoy la voz del Señor y endurecen el corazón, la cortarás, porque Tu justicia supera tu fama y porque es Tu misma santidad eterna e imperecedera la que ilumina y quema, lo mismo que la zarza ardiente el Sinaí y la Roca en el desierto, símbolos de Aquél que posee el Nombre en el cual encontramos la salvación, Jesucristo el Señor, a quien damos gloria y honor por los siglos”.

Fray Julio Söchting OP
Mendoza

Imagen: Le vigneron et le figuier (El viñador y la higuera) | Autor: James Tissot | Fecha: 1886-1894 | Ubicación: Brooklyn Museum

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