Nuestros orígenes

Prólogo

1. A los hijos por gracia y coherederos de la gloria [Rm 7,17], a todos los frailes, Fray Jordán, siervo inútil, salud y alegría en el seguimiento de la santa profesión.

2. Pidiéndolo con insistencia muchos frailes, deseosos de saber cómo se originó la institución de la Orden de Predicadores, mediante la cual la divina providencia salió al paso de los peligros de los últimos tiempos, y quiénes fueron los primeros frailes, cómo se multiplicaron [Hch 6,7] y fueron confortados por la gracia de Dios [2Tm 2,1], se ha investigado hace ya tiempo y averiguado con certeza entre los mismos frailes que participaron en los momentos iniciales, y que vieron y oyeron al venerable siervo de Cristo, el maestro Domingo, fundador, maestro y hermano de esta religión; quien, viviendo en este mundo entre los pecadores, su alma piadosa se mantenía en comunión con Dios y con los ángeles; guardián de los preceptos, celoso de los consejos y servidor de su eterno Creador en todo cuanto supo y pudo. Brilló en medio de la densa oscuridad de este mundo por su inocente vida y por la práctica muy santa del celibato.

3. Así, me ha parecido bien poner por orden todas estas noticias conseguidas, aun cuando yo no haya sido en todo rigor uno de los frailes de la primera hora. Sin embargo, conviví con los primeros; vi bastantes veces y traté con familiaridad al bienaventurado Domingo, no sólo antes de entrar en la Orden, sino una vez que ingresé en ella; con él me confesé y por deseo suyo recibí el orden del diaconado; también recibí el hábito cuatro años después de la fundación de la Orden. Me ha parecido bien, decía, poner por escrito todo aquello que he visto y oído personalmente, así como lo que he llegado a conocer por relación de los frailes más antiguos, respecto a los orígenes de la Orden, de la vida y milagros del bienaventurado Domingo, nuestro Padre, así como de algunos otros frailes, según que la ocasión los traiga a mi memoria. No sea que los hijos que nazcan y crezcan [Sal 77,6], ignoren los inicios de su Orden, y en vano pretendan conocerlos entonces, porque, por el largo tiempo transcurrido, no encontrarán quién pueda relatar nada cierto de los comienzos. Por tanto, amadísimos en Cristo, hermanos e hijos, cuanto sigue ha sido reunido de cualquier modo para vuestra edificación y consuelo; recíbanlo devotamente y ardan en deseos de emular la primera caridad [Ap 2,4] de nuestros frailes.

Conducta de Santo Domingo durante su juventud

5. Vivió por aquel tiempo un adolescente llamado Domingo, originario de la misma diócesis [de Osma] y de la villa de Caleruega. A su madre, antes de concebirlo, le fue mostrado en visión, que gestaba en su seno un cachorro, llevando una tea encendida en su boca; saliendo del vientre, parecía que prendía fuego a toda la tierra. Esta visión prefiguraba que concebiría a un predicador insigne, que despertaría a las almas dormidas en el pecado, con el ladrido de su doctrina sagrada, y propagaría por el mundo entero el fuego que vino a traer a la tierra el Señor Jesús. Así, pues, desde los años de su infancia fue educado diligentemente por sus padres, y en especial por un tío suyo arcipreste; le instruyeron con todo esmero al modo eclesiástico, a fin de que el que había sido predestinado por Dios para convertirse en vaso de elección [Hch 9,15], desde la niñez se impregnase como vasija recién fabricada de un perfume de santidad, que no pudiera desprenderse de él en lo sucesivo.

6. Después fue enviado a Palencia para formarse en aquella ciudad en las artes liberales, cuyo estudio estaba allí en auge por entonces. Una vez que en su opinión las tuvo suficientemente asimiladas, abandonó estos estudios, como si temiera ocupar en cosas menos útiles la brevedad de la vida. Se remontó al estudio de la teología, y comenzó a quedarse completamente pasmado en contacto con la Sagrada Escritura, mucho más dulce que la miel para su paladar [Sal 118,103].

7. En estos estudios sagrados pasó cuatro años. Se dedicaba con tal avidez y constancia a agotar el agua de los arroyos de la Sagrada Escritura que, infatigable cuando se trataba de aprender, pasaba las noches casi sin dormir. La verdad que escuchaba, la guardaba en lo profundo de su mente y la retenía en su tenaz memoria. Y lo que por su talento comprendía con facilidad, lo regaba con piadosos afectos que fructificaban en obras de salvación; bienaventurado ciertamente por ello, según la sentencia de la Verdad, que afirma en el Evangelio: «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» [Lc 11,28]. En efecto, hay dos modos de guardar la palabra de Dios: uno, reteniendo en la memoria cuanto hemos oído; otro, por el contrario, traduciendo en hechos y haciendo patente con las obras cuanto hemos escuchado. A nadie se le oculta cuál de las dos maneras de guardar la palabra de Dios es más recomendable. Del mismo modo que el grano de trigo se conserva mejor sembrado en la tierra, que almacenado en el arca (Jn 11,24). Este dichoso siervo de Dios no descuidaba ninguno de los dos modos. Su memoria, como un prontuario de la verdad de Dios, le ofrecía abundantes recursos para pasar de una cosa a otra; mientras que sus costumbres y obras traslucían con toda claridad hacia fuera, cuanto guardaba en el santuario de su corazón. Porque abrazó los mandamientos del Señor con amor tan ferviente, y escuchó la voz del Esposo con verdadera devoción y buena voluntad, el Dios de las ciencias [1 R 2,3] le acrecentó la gracia, a fin de hacerlo idóneo, no sólo para beber leche [1 Co 3,2], sino para penetrar en el arcano de las cuestiones más difíciles con la humildad de su inteligencia y de su corazón, y asimilara con suficiente facilidad las dificultades que se derivaban de tomar un alimento más sólido.

8. Desde su nacimiento fue de muy buena índole; la infancia anunciaba ya que algo grande e insigne se podía esperar de él en su etapa de madurez. No se mezcló con los que jugaban, ni se hizo compañero de los que se andaban con ligereza [Tb 3,17, Vulgata]. A ejemplo del apacible Jacob, evitaba las correrías sin sentido de Esaú [Gn 25,27], y no abandonaba el regazo de la madre Iglesia, ni la santa tranquilidad de la morada doméstica. En él podías contemplar a un joven y anciano a la vez; los pocos días ponían de manifiesto la infancia; la madurez de su actitud y el arraigo de sus costumbres, proclamaban la ancianidad. Rechazaba las seducciones licenciosas del mundo, caminando por sendas de rectitud [Sal 100,6]. Conservó intacta hasta el final de su vida la gloria de la virginidad, reservándola para el Señor, que ama la pureza de vida.

9. Por lo demás, el Señor, que prevé el futuro, se dignó dar a conocer ya desde su infancia, que se esperaba de este niño un porvenir insigne. En una visión apareció ante su madre como si tuviera la luna en la frente, lo que prefiguraba ciertamente que algún día sería presentado como luz de las gentes [Hch 13,47], para iluminar a los que estaban sentados en tinieblas y en sombra de muerte [Lc 1,79], como se comprobó más tarde por el desarrollo de los acontecimientos.

Conducta para con los pobres en tiempo de hambre

10. Por el tiempo en que continuaba estudiando en Palencia, se desencadenó una gran hambre por casi toda España. Entonces él, conmovido por la indigencia de los pobres y ardiendo en compasión hacia ellos, resolvió con un solo acto, obedecer los consejos del Señor, y reparar en cuanto podía la miseria de los pobres que morían de hambre. Vendió, pues, los libros que tenía, aunque le eran muy necesarios, con todo su ajuar, fundando una cierta limosna; distribuyó y donó lo suyo a los pobres [Sal 111,9]. Con su ejemplo de piedad incitó de tal modo a los otros teólogos y maestros que, cayendo en la cuenta de su dejadez, en contraste con la generosidad del joven abundaron desde entonces en limosnas más crecidas.

103. Por lo demás, había en él algo mucho más resplandeciente y grandioso que los milagros; era tan limpio en su conducta, y estaba impulsado por tal ímpetu de fervor divino que, sin ningún género de duda, quedaba patente que era un vaso de honor [Rm 9,21] y de gracia, un vaso adornado con todo género de piedras preciosas [Eccli 50,9). Había en él una igualdad de ánimo muy constante, a no ser que se conmoviera por la compasión y la misericordia. Y como el corazón alegre alegra el semblante [Pr 15,13], el sereno equilibrio del hombre interior, aparecía hacia afuera en la manifestación de su bondad y en la placidez de su rostro. Mantenía tal firmeza de ánimo en aquellas cosas que comprendía razonablemente que debían llevarse a cabo en conformidad con la voluntad de Dios, que rara vez o nunca accedió a cambiar una decisión, tomada tras madura deliberación. El testimonio de su buena conciencia, como queda dicho, resplandecía siempre en la serena placidez de su semblante, sin que palideciera la luz de su rostro [Jb 29,24].

104. Por todo esto, se atraía con facilidad el amor de todos; apenas le veían, se introducía sin dificultad en su corazón. Dondequiera que se encontrara, de viaje con los compañeros, en alguna casa con el hospedero y demás familia, entre la gente noble, príncipes y prelados, le venían en abundancia palabras edificantes y multiplicaba los ejemplos con los que orientaba el ánimo de los oyentes al amor de Cristo y al desprecio del mundo. En su hablar y actuar se mostraba siempre como un hombre evangélico. Durante el día, nadie más afable con los frailes o compañeros de viaje; nadie más alegre.

105. Durante la noche, nadie más perseverante en velar en oración. Por la noche se detenía en el llanto, y por la mañana le inundaba la alegría [Sal 29,6]. Consagraba el día a su prójimo y la noche al Señor, convencido como estaba de que el Señor ha enviado durante el día su misericordia y de noche su cántico [Sal 41,9]. Lloraba muy abundantemente y con mucha frecuencia, y las lágrimas fueron para él su pan de día y noche [Sal 41,4]. De día, sobre todo, cuando celebraba, con frecuencia o diariamente, la misa solemne; de noche, cuando velaba más que nadie en constantes vigilias.

Sus vigilias

106. Tenía la costumbre de pernoctar muy frecuentemente en las iglesias, hasta el punto de que apenas o muy raramente parece que tuvo un lecho determinado para descansar. Oraba por las noches y permanecía velando todo el tiempo que podía arrancar a su frágil cuerpo. Cuando, al fin, llegaba la fatiga y se distendía su espíritu, reclamado por la necesidad de dormir, descansaba un poco ante el altar o en otro cualquier lugar, y también reclinaba la cabeza sobre una piedra, a ejemplo del patriarca Jacob [Gn 28,11). De nuevo volvía a la vigilia y reemprendía su fervorosa oración.

107. Daba cabida a todos los hombres en su abismo de caridad; como amaba a todos, de todos era amado. Hacía suyo el lema de, alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran [Rm 12,15]. Inundado como estaba de piedad, se prodigaba en atención al prójimo y en compasión hacia los necesitados. Otro rasgo le hacía gratísimo a todos: el de avanzar por un camino de sencillez, sin mostrar nunca vestigio alguno de doblez o de ficción, tanto en palabras como en obras. 108. Verdadero amante de la pobreza, usaba vestidos baratos. Su moderación en la comida y bebida era muy grande; evitaba lo exquisito y se contentaba de buena gana con una comida sencilla. Tenía un firme dominio de su cuerpo. Tomaba el vino de tal modo mezclado con agua que, mientras satisfacía su necesidad corporal, nunca debilitaba su delicado y fino espíritu.

Alabanza del hombre de Dios, Santo Domingo

109. ¿Quién será capaz de imitar en todo la virtud de este hombre? Podemos admirarla y, a la luz de su ejemplo, apreciar la flojedad de nuestro tiempo. Poder lo que él pudo no está al alcance de las fuerzas humanas, sino que es una gracia única de Dios, a menos que la bondad misericordiosa del Señor se dignara quizá conceder a alguien alcanzar semejante cima de santidad. Pero para esto, ¿quién será hallado idóneo? Sigamos entre tanto, hermanos, en la medida de nuestras posibilidades, las huellas paternas, y a la vez demos gracias al Redentor, que nos ha dado a sus siervos en este camino por el que vamos, un semejante jefe, y nos ha regenerado por medio de él para entrar en la luz de este género de vida. Pidamos al Padre de las misericordias, que conducidos por el Espíritu por el que obran los hijos de Dios, merezcamos llegar también nosotros, en recto recorrido por el camino que establecieron nuestros padres [Pr 22,28], a la misma meta de perpetua felicidad y sempiterna bienaventuranza, en la que ha entrado ya él, feliz por toda la eternidad. Amén.

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