14 de marzo de 2021
2Cr 36, 14-16.19-23 | Sal 136, 1-2.3.4-5.6 | Ef 2, 4-10
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 3, 14-21
En algunas ocasiones, La Sagrada Escritura tiene pasajes difíciles de entender e interpretar correctamente que se dan como ejercicio para los más avanzados. Así nos estimula a descubrir una verdad profunda sobre Dios. En otras ocasiones, en cambio, la Sagrada Escritura habla con sencillez y claridad meridianas hasta el punto de que pareciera superfluo agregar alguna palabra a lo ya dicho; e incluso un hombre rústico y de poca cultura, si es ayudado por la gracia de Dios, puede comprender la profundidad del misterio del que se habla. Podríamos decir que en ciertos pasajes hay algo así como hay una concentración de luz. Tal es el pasaje del Evangelio que hoy nos toca:
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.”
Ante estas palabras, el predicador siente que ya no hay nada que agregar, porque está todo dicho y de la mejor manera. Sin embargo, así como les ocurre a los encandilados, que por el exceso de luz quedan incapacitados para distinguir bien los objetos, sobre todo cuando sus ojos estuvieron acostumbrados a la oscuridad, así también puede ocurrirnos con el presente pasaje. Y como ellos para poder discernir lo que ven tienen que abrir con esfuerzo sus párpados varias veces y acostumbrar poco a poco sus ojos a la luz, así también nosotros atendamos a estas palabras: “El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado”.
Hay un juicio, y éste se determina por creer o no en el Hijo de Dios. El juicio se realiza en el presente, de tal modo que quien no cree, ya desde ahora está juzgado. Porque el juicio se ha manifestado en Cristo, y quien rechaza la salvación de Cristo ya se ha condenado.
“El que no cree ya está juzgado”. Notemos el carácter imperativo de creer. Creer en el Hijo de Dios, no es algo opcional ni un gusto privado, sino una necesidad para no ser juzgado, una obligación. ¿Cómo es posible que creer sea obligatorio? ¿No hay muchas religiones y tiene cada uno la suya? Queridos hermanos, si no hubiera una verdad manifiesta sobre Dios, podría aceptarse que cada uno cree lo que quiere. Pero no este el caso. Si el Evangelio nos asegura que se condenan quienes no creen en el Nombre del Hijo único de Dios es porque tal creencia se impone a la inteligencia como lo más digno de ser creído, como la palabra más autorizada sobre Dios y como la verdad definitiva sobre él. En efecto, la revelación de Dios y nuestra fe en su Hijo, no es algo antojadizo, sino que ha sido acreditada por Dios con las máximas señales de credibilidad, hasta el punto de que rechazarla es cerrarse definitivamente a la verdad y, por lo tanto, a Dios.
Por un lado, Dios acreditó su revelación con las profecías, que anticiparon a siglos de distancia lo que Dios obraría en el futuro, y sólo Dios conoce el futuro con certeza. Y, por otro lado, Dios acreditó su palabra con milagros; los cuales por la suspensión de las leyes naturales delatan tener por autor al mismo Autor de la naturaleza.
Pero también la vida extraordinaria de la Iglesia es un testimonio certero de la verdad de la fe. Principalmente, por el ingente número de mártires de toda condición que atestiguaron la verdad de Dios hasta su muerte. Y, además, por la vida admirable de los santos. Más aun, la expansión misma de la Iglesia por todo el orbe es un testimonio de que Dios está llamando a todos los hombres a la fe.
La verdad de la fe se manifiesta también por su asombrosa satisfacción de los deseos más hondos del corazón humano ¿Qué otra religión o filosofía se encuentra que sacie todos los anhelos del hombre como lo hace Cristo? En verdad, sólo el Creador del corazón humano podía saber todo lo que éste ansía para llenarlo: la vida eterna, la resurrección del cuerpo, la unión con Dios, el amor entre los hombres, la restauración final de la justicia y la respuesta definitiva al mal.
Y aun es motivo suficiente de credibilidad la verdad misma de la doctrina de Cristo. Pues una sabiduría semejante no puede tener un origen humano, ni tiene parangón alguno en otra religión. En la doctrina de Cristo se encuentran en armonía la fe y la razón. La misma sublimidad de los misterios que sobrepasan la inteligencia humana nos hablan de su origen divino: un Dios que se hace hombre y sufre y muere para rescatar a sus creaturas que lo han ofendido. ¿Cuándo o dónde se escuchó semejante cosa? ¿Quién habló alguna vez de la alegría que hay en el cielo por un pecador que se arrepiente? Y si pensamos en sus mandamientos y preceptos: ¿Dónde se oyó que se mandase amar a los enemigos, perdonar sin medida, renunciar a sí mismo, presentar la otra mejilla, cargar con la cruz y cohibir no solamente las malas acciones sino hasta los mismos pensamientos interiores? ¿Quién alguna vez declaró bienaventurados a los que lloran, felices a los perseguidos y dichosos a los hambrientos? Perfectísimo es también el culto que nos enseñó nuestro Señor. No consiste en sacrificios de animales irracionales, carnes, sangre y grasas, sino en el culto en espíritu y en verdad del sacrificio del propio cuerpo ofrecido a Dios, y en la oblación de la oración que se eleva a Dios.
Y esta doctrina sublime apoya en la incuestionable autoridad del mismo Cristo. Él no enseñó como quien aprendió de otro, sino como maestro que asienta doctrina, no apoyándose en la autoridad de otros sino en sí mismo. Y acreditaba su predicación con el testimonio de su vida: pobre, humilde y manso, no enseñaba por deseo de lucro, ni para obtener poder, como los poderosos de este mundo que buscan establecer como verdad las mentiras de las que pueden sacar provecho, al contrario, Cristo se alegraba de convivir con gente ruda e insignificante: pescadores, ciegos, paralíticos, leprosos y niños. Sus palabras tenían una unción piadosa sin igual que movía el interior de los oyentes e inflama sus afectos hacia Dios.
Es por esta manifestación patente de la verdad, queridos hermanos, que la fe se impone hasta constituir un pecado grave la incredulidad. Más aún cuando se trata de la verdad definitiva del amor de Dios hecho hombre y entregado a la muerte para la salvación. “El que cree en él no es condenado, el que no cree ya está condenado”.
Fray Alvaro María Scheidl OP
San Miguel de Tucumán
Imagen: Crucifixion | Autor: Fra Angelico | Fecha: 1420-23 | Metropolitan Museum New York